Silicon Valley no es tu amigo
Noam Cohen*
A
fines del septiembre, Mark Zuckerberg publicó un breve mensaje en Facebook al
finalizar Yom Kippur. En él, les pedía a sus amigos que lo perdonaran no solo
por sus errores personales, sino también por los profesionales, sobre todo por
“las maneras en que mi trabajo se utilizó para dividir a las personas en vez de
unirnos”. Estaba siguiendo la tradición judía del Día del Perdón, que consiste
en reflexionar sobre el año anterior, y juró que se “esforzaría por ser mejor”.
Esa
declaración tan autocrítica y sombría no es habitual en Zuckerberg, que
generalmente es muy alegre y alguna vez exhortó a sus empleados de Facebook a
“moverse rápido y romper cosas”. En el pasado, ¿por qué motivo Zuckerberg, o
cualquiera de sus contemporáneos, podría haber sentido la necesidad de
arrepentirse por lo que habían hecho en la oficina? ¿Por hacer sitios web
increíblemente geniales que conectan en forma directa a miles de millones de
personas con sus amigos y con un almacén global de conocimiento?
Sin
embargo, últimamente, los pecados de la disrupción encabezada por Silicon
Valley se han vuelto imposibles de ignorar.
Facebook
ha lidiado con una ráfaga de revelaciones en torno a los intermediarios rusos
que utilizaron su plataforma para influir en la elección presidencial de
2016 atizando la furia racista. Google tuvo un papel similar al transmitir
mensajes incendiarios dirigidos a un tipo específico de usuarios durante la
elección presidencial en Estados Unidos y, este verano, pareció ser el villano
cuando un importante grupo liberal de expertos, New America, rompió vínculos con un prominente
académico que critica el poder de los monopolios digitales.
Algunos
dentro de la organización cuestionaron si lo habían despedido para aplacar a
Google y a su director ejecutivo, Eric Schmidt, ambos donantes del grupo desde
hace tiempo, aunque el presidente ejecutivo de New America y un representante
de Google negaron esa conexión.
Mientras
tanto, Amazon, con su compra de la cadena de
supermercados Whole Foods y la construcción de tiendas
convencionales, va tras la impresionante estrategia lucrativa de extender su
monopolio en línea a uno que también tenga presencia física.
Estos
cambios amenazantes han sido muy desconcertantes para el público y se oponen a
todo lo que Silicon Valley había expresado de sí mismo. Google, por ejemplo,
dice que su propósito es “organizar la información del mundo y hacerla
universalmente accesible y útil”, una misión que podría describir tanto a tu
biblioteca local como a una empresa en la lista Fortune 500.
De
manera similar, el objetivo de Facebook es “darle a la gente el poder de
generar comunidades y unir más al mundo”. Incluso Amazon vio más allá de sí
misma para convertirse, en palabras de
su fundador, Jeff Bezos, en “la empresa más obsesionada con el cliente que
jamás haya existido en la Tierra”.
Casi
desde su nacimiento, internet produjo ansiedad pública —tu computadora estaba
conectada a una red más allá de tu entendimiento que podía enviar gusanos,
virus y rastreadores hasta donde te encontrabas—, pero de cualquier manera
decidimos darles a estos innovadores el beneficio de la duda.
Estaban
de nuestro lado en el tema de hacer más segura y útil la red, por lo tanto fue
fácil interpretar cada error como un accidente desafortunado en el camino hacia
la utopía digital en vez de como una trampa con el objetivo de asegurar la
dominación del mundo.
Ahora
que Google, Facebook y Amazon se han convertido en dominadores mundiales, hay
dos preguntas pertinentes: ¿la gente podrá llegar a ver a Silicon Valley como
la bola de demolición que es? ¿Aún tenemos las herramientas regulatorias y la
cohesión social necesaria para limitar a los monopolistas antes de que
destruyan la base de nuestra sociedad?
Según
se dice, estos programadores convertidos en emprendedores creían en sus
palabras nobles y al principio se mostraban indiferentes a enriquecerse con sus
ideas. En un artículo de 1998 escrito
por Sergey Brin y Larry Page, entonces egresados de la carrera de ciencias de
la computación en Stanford, enfatizaron los beneficios sociales de su nuevo
motor de búsqueda, Google, que estaría abierto al escrutinio de otros
investigadores y no estaría impulsado por publicidad. La gente necesitaba que le
aseguraran que las búsquedas no estaban corrompidas, que nadie había puesto el
dedo en la balanza por razones comerciales.
Para
ilustrar lo que decían, Brin y Page presumieron de la pureza de los resultados
que su motor de búsqueda arrojaba para las palabras “teléfono celular”: casi al
principio aparecía un estudio en el que se explicaba el peligro de conducir
mientras se habla por teléfono. El prototipo de Google todavía estaba libre de
publicidad pero, ¿qué decir de los otros buscadores, que sí la tenían? Brin y
Page plantearon sus dudas: “Creemos que los motores de búsqueda financiados
mediante publicidad estarán inherentemente sesgados hacia sus anunciantes y se
alejarán de las necesidades de los consumidores”.
Había
una necesidad crucial de un “motor competitivo de búsqueda que fuera
transparente e inmerso en el mundo académico”, y Google estaba destinado a ser
esa herramienta de internet, esa torre de marfil. Por lo menos hasta que Brin y
Page fueron arrastrados por el emprendimiento generalizado de Stanford: una
reunión con un profesor los llevó a una reunión con un inversionista, que les
dio un cheque de 100.000 dólares antes de que Google siquiera fuera una
empresa.
En
1999, Google anunció una inversión de 25 millones de dólares en capital de
riesgo mientras insistían en que nada había cambiado. Cuando los reporteros le
preguntaron a Brin cómo tenían planeado que Google generara dinero, respondió:
“Nuestra meta es maximizar la experiencia del motor de búsquedas, no maximizar
los ingresos que se obtienen a través de él”.
Mark
Zuckerberg adoptó una postura similar durante los primeros días de Facebook.
Una red social era demasiado importante para ensuciarla con el comercio, le
dijo a The Harvard Crimson en 2004.
“Es decir, sí,
podemos hacer mucho dinero, pero esa no es la meta”, dijo acerca de su red
social, que en ese entonces todavía se llamaba thefacebook.com. “Cualquiera que
venga de Harvard puede conseguir un empleo y ganar mucho dinero. No todos en
Harvard pueden tener una red social. Valoro eso más como un recurso que como
cualquier cantidad de dinero”. Zuckerberg insistió en que no se rendiría ante
los cazadores de ganancias; Facebook seguiría siendo fiel a su misión de
conectar al mundo.
Siete años después,
Zuckerberg también había sucumbido ante el capital de riesgo de Silicon Valley,
pero parecía haberse arrepentido. “Si estuviera comenzando en este momento”, le
dijo a un entrevistador en 2011, “solo me habría quedado en Boston, creo”. Y
añadió: “Hay aspectos de la cultura de aquí que aún me parecen enfocados al
corto plazo de una manera que me molesta. Ya sabes, es la gente que quiere
comenzar empresas solo por hacerlo, sin saber lo que quieren para poder, no sé,
hacer un cambio”.
A la larga, los
fundadores de Google y Facebook enfrentaron un día de rendición de cuentas. Los
inversionistas no estaban ahí por caridad y exigían una respuesta. Al final,
Brin y Page acordaron, bajo presión, desplegar publicidad junto con los
resultados de búsqueda y terminaron por permitir que entrara un director
ejecutivo externo: Schmidt. Zuckerberg acordó incluir los anuncios dentro del
canal de publicaciones de Facebook y transfirió a uno de sus programadores
favoritos al negocio de la publicidad móvil. Le dijo: “¿No sería divertido
construir un negocio multimillonario en seis meses?”.
Resulta que había
fortunas multimillonarias que podían generarse explotando la relación opaca
entre los usuarios y las empresas tecnológicas. Todos sabíamos que nada era
gratis, una idea memorablemente encapsulada en 2010 por alguien que hizo un
comentario en el sitio web MetaFilter: “Si no lo estás pagando, no eres el
cliente: eres el producto que se vende”. Pero, en realidad, ¿cómo podemos
darnos cuenta? Gran parte de lo que sucede entre los usuarios y Silicon Valley
está fuera de la vista: algoritmos escritos y controlados por magos que son
capaces de extraerle valor a tu identidad de maneras en las que tú jamás podrías
hacerlo por ti mismo.
Una vez que Brin,
Page y Zuckerberg cambiaron de parecer respecto de ir tras las ganancias,
advirtieron algo extraño: a los usuarios no parecía importarles. “¿Quieren
saber cuál es la pregunta más común al respecto?”, dijo Brin en 2002 cuando le
preguntaron sobre las reacciones por la adopción de la publicidad por parte de
Google. “Nos dicen: ‘¿Qué anuncios?’. La gente no hace búsquedas que le
muestren anuncios o no los nota. La tercera posibilidad es que los usuarios sí
realizan búsquedas que generan anuncios y sí se percatan de ellos, pero los
olvidan. Creo que este es el caso más probable”.
Siempre se supo que
las interacciones entre las personas y sus computadoras iban a ser confusas y
que sería fácil que los programadores explotaran esa confusión. John McCarthy,
el pionero de la computación que educó a los primeros hackers del Instituto
Tecnológico de Massachusetts y después encabezó el laboratorio de inteligencia
artificial de Stanford, se preocupaba por el hecho de que los programadores no entendieran
sus responsabilidades.
“Las computadoras
terminarán presentando la psicología que es conveniente para sus diseñadores (y
serán bastardas fascistas si esos diseñadores no lo piensan dos veces)”, escribió
en 1983. “Los diseñadores de programas tienen una tendencia a pensar que los
usuarios son idiotas y necesitan ser controlados. Más bien deberían pensar que
su programa es un sirviente que debe poder ser controlado por su amo, el
usuario”
En Computer Power
and Human Reason, su épica obra contra la inteligencia artificial publicada a
mediados de la década de 1970, Weizenbaum describió la escena que se podía ver
en los laboratorios informáticos. “Inteligentes jóvenes de apariencia
desgarbada, a menudo con ojos hundidos y brillantes, se pueden ver sentados
frente a consolas de computadoras, con los brazos tensos y esperando el momento
de atacar con sus dedos los botones y teclas en los que su atención parece
estar tan concentrada como la de un apostador en los dados que giran”,
escribió. “Existen, por lo menos cuando están tan absortos, solo a través de
las computadoras y solo para ellas. Son buenos para nada informáticos,
programadores compulsivos”.
Le preocupaba que
fueran jóvenes estudiantes sin perspectiva de la vida, y también que esas almas
atormentadas pudieran ser nuestros nuevos líderes. Aunque era difícil de
ignorar, ni Weizenbaum ni McCarthy mencionaron que esa generación ascendente
consistía casi en su totalidad de hombres blancos con una fuerte preferencia
por gente igual a ellos.
En una palabra,
eran incorregibles, acostumbrados al control total de lo que aparecía en sus
pantallas. “Ningún dramaturgo, director de escena ni emperador, sin importar
cuán poderoso haya sido”, escribió Weizenbaum, “jamás ha tenido una autoridad
tan absoluta para controlar un escenario o un campo de batalla, y para disponer
de tropas o actores tan devotos”.
Bienvenido a
Silicon Valley, 2017.
Como lo temía
Weizenbaum, los actuales líderes de la tecnología han descubierto que la gente
confía en las computadoras y se les ha hecho agua la boca solo de pensar en las
posibilidades. Los ejemplos de la manipulación de Silicon Valley son demasiados
para enlistarlos: notificaciones automáticas, aumento de precios, amigos
recomendados, películas sugeridas, las personas que compraron este producto
también compraron este otro. Muy al inicio, Facebook se dio cuenta de que había
un índice mínimo necesario para hacer que la gente permaneciera conectada.
“Nos topamos con un
número mágico: necesitabas encontrar a diez amigos”, recordó Zuckerberg en
2011. “Y una vez que tenías diez amigos, tenías suficiente contenido en tu
canal de noticias como para que hubiera cosas durante un buen intervalo de
tiempo y valiera la pena regresar al sitio”. Facebook diseñó su sitio para
recibir nuevos usuarios, así que todo se trataba de encontrar amigos a quienes
agregar.
La regla de los
diez amigos es un ejemplo de la manipulación de las empresas tecnológicas, el
efecto de la red. La gente utilizará tu servicio —por malo que sea— si otros
usuarios usan tu servicio. Este era un razonamiento tautológico que, de
cualquier modo, resultó ser cierto: si todos están en Facebook, entonces todos
están en Facebook. Tienes que hacer lo que sea necesario para mantener
conectada a la gente y, si surgen rivales, debes aplastarlos o, si se rehúsan a
desaparecer, adquirirlos.
El crecimiento se
convierte en la motivación dominante: algo atesorado por el propio beneficio,
no por lo que aporta al mundo. Facebook y Google pueden apuntar a una mayor
utilidad que viene con ser el depósito central de la información de todas las
personas, pero semejante dominio del mercado tiene desventajas evidentes, y no
solo la falta de competencia. Como lo hemos visto, la extrema concentración de
riqueza y poder es una amenaza a la democracia cada vez que permite que algunas
personas y empresas no rindan cuentas.
Además de su poder,
las empresas tecnológicas tienen una herramienta con la que otras industrias
poderosas no cuentan: los sentimientos generalmente benignos de la gente.
Oponerse a Silicon Valley puede lucir como oponerse al progreso, aunque el
progreso se haya definido como monopolios en línea; propaganda que afecta
elecciones; vehículos autónomos y camionetas que amenazan con acabar con los
empleos de millones de personas; una vida laboral uberizada, en la que cada uno
de nosotros debe defenderse solo en un mercado despiadado.
Como se está
volviendo evidente, estas empresas no se merecen el beneficio de la duda.
Necesitamos mayores regulaciones, aunque eso impida la introducción de nuevos
servicios. Si no podemos detener sus propuestas —si no podemos decir que los
vehículos autónomos quizá no son una meta encomiable, solo por dar un ejemplo—,
¿estamos entonces en control de nuestra sociedad? Debemos desintegrar estos
monopolios en línea porque si unas cuantas personas toman todas las decisiones
respecto a cómo nos comunicamos, compramos, nos enteramos de las noticias,
repito, ¿somos nosotros quienes controlamos nuestra sociedad?
Por pura
curiosidad, el otro día busqué “celulares” en Google. Antes de encontrar un
artículo siquiera ligeramente crítico acerca de los celulares, pasé por una
serie de anuncios de celulares y listas de teléfonos en venta, guías para
comprar celulares y mapas con direcciones de tiendas que los venden, unos 20
resultados en total. En alguna parte, un par de ex egresados idealistas deben
estar diciendo: “ ¿Ven? ¡Se los dije!”.
*Noam Cohen es autor
de “The Know-It-Alls: The Rise of Silicon Valley as a Political Powerhouse and
Social Wrecking Ball”, libro del que se adaptó este ensayo.
The New York Times
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