El punto de vista salvaje
Ariel Torres
Durante muchos años
viví solo. Pero al llegar a casa me recibían siempre el desperezarse de varios
gatos sinuosos y los ladridos eufóricos de mis fieles canes, todos ellos
rescatados.
Los felinos me
observaban de lejos, como amonestándome, mientras que los perros, cuando salía
a la galería del viejo patio a saludarlos, saltaban intentando alcanzar mi cara
con sus lengüetazos. Creemos que quieren darnos besos, pero no. Eso mismo hacen
los lobeznos cuando la hembra regresa a la madriguera con una presa en la boca.
Ese cariño desbordante es en realidad un milenario atavismo alimentario. Y es
también cariño, pero de una clase que quizás, con nuestras conciencias
tapizadas de símbolos, nunca entenderemos cabalmente.
Sé con certeza que
los perros sienten emociones. En mi adolescencia adoptamos un pequinés que
durante años había sufrido la agria soledad del perro que vive atado a un
árbol. Su apego a las personas era proporcional a aquel aislamiento y, cuando
volvíamos de vacaciones, se ponía tan contento que no le alcanzaba con saltar,
ladrar y dar vueltas sobre sí. No. Lo primero que hacía era desmayarse.
Presa de una
emoción abrumadora, caía patas para arriba, tieso y exánime, durante unos segundos,
hasta que volvía en sí y, como si nada hubiera ocurrido, se ponía a saltar y
ladrar de alegría.
Los gatos se
expresan en otro idioma. Indiferentes a jerarquías y jefaturas, no vendrán
cuando los llamemos, sino que se deslizarán como una brisa de vibrisas por
nuestras piernas o nuestra cara, mientras intentamos leer o ver una película.
Es, como el lengüetazo perruno, una forma de afecto, pero un afecto salvaje e
indescifrable. Al refregarse nos marcan con sus feromonas y reclaman su
potestad sobre nosotros. Así funciona con los gatos. Ellos nos adoptan, no al
revés.
En nuestro
incorregible egocentrismo, tendemos a la prosopopeya. Durante años sospeché que
al irme a trabajar, mis perros y gatos pasarían horas aguardándome,
expectantes, gimiendo apesadumbrados. Pero algo en esa escena no cerraba.
Perros y gatos,
aunque de modos diferentes, son afilados detectores de patrones de
comportamiento. Es una adaptación evolutiva. Si podés anticipar la conducta de
tus presas, te resultará mucho más fácil capturarlas. Es la razón por la que
todo gato sabe de antemano, incluso antes de que bajemos la valija grande del
desván, que en breve saldremos de viaje. Un sinnúmero de pequeñas rutinas se
alteran en los días previos y ellos lo advierten.
Se necesitan diez
días para reprogramar un gato. Casi nunca tenemos tanta paciencia y el tenaz
cuadrúpedo parece salirse siempre con la suya. Pero si insistimos en algo
durante unos diez días -por ejemplo, en no dejarlo entrar al dormitorio-,
dejará de gimotear y arañar la puerta.
En todo caso,
¿tenía sentido que, como temía, mis mascotas llorarán como si nunca fuera a
volver? Estaba seguro de que hacía años que habían registrado mis rutinas de
lunes a viernes. Bueno, todas ellas.
Para salir de
dudas, puse un par de webcams y me fui a trabajar. Mientras me
alejaba con el auto, seguí sus comportamientos por el celular. Dieron vueltas
durante cinco minutos y luego se echaron a dormir. Todo el día. Los gatos ni
siquiera me habían concedido una despedida; ya estaban dormidos desde antes. Al
sol.
De nuevo, había
proyectado mi humanidad sobre mis amigos peludos y eso me había impedido darme
cuenta de una obviedad: el único que se quedaba solo al salir de casa cada
mañana, aislado de la manada, era yo. Puntos de vista; ellos también los
tienen.
El filósofo inglés
Jeremy Bentham, pionero de la defensa de los derechos de los animales,
escribió: "La pregunta no es ¿pueden razonar? ni ¿pueden hablar? La
pregunta es ¿pueden sufrir?". Sí, claro que pueden, pero a menudo sus
padecimientos tienen razones que la razón no entiende.
La Nación. Buenos Aires.
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