jueves, 16 de noviembre de 2017

SALVAJES...



El punto de vista salvaje

Ariel Torres














Durante muchos años viví solo. Pero al llegar a casa me recibían siempre el desperezarse de varios gatos sinuosos y los ladridos eufóricos de mis fieles canes, todos ellos rescatados.
Los felinos me observaban de lejos, como amonestándome, mientras que los perros, cuando salía a la galería del viejo patio a saludarlos, saltaban intentando alcanzar mi cara con sus lengüetazos. Creemos que quieren darnos besos, pero no. Eso mismo hacen los lobeznos cuando la hembra regresa a la madriguera con una presa en la boca. Ese cariño desbordante es en realidad un milenario atavismo alimentario. Y es también cariño, pero de una clase que quizás, con nuestras conciencias tapizadas de símbolos, nunca entenderemos cabalmente.

Sé con certeza que los perros sienten emociones. En mi adolescencia adoptamos un pequinés que durante años había sufrido la agria soledad del perro que vive atado a un árbol. Su apego a las personas era proporcional a aquel aislamiento y, cuando volvíamos de vacaciones, se ponía tan contento que no le alcanzaba con saltar, ladrar y dar vueltas sobre sí. No. Lo primero que hacía era desmayarse.
Presa de una emoción abrumadora, caía patas para arriba, tieso y exánime, durante unos segundos, hasta que volvía en sí y, como si nada hubiera ocurrido, se ponía a saltar y ladrar de alegría.

Los gatos se expresan en otro idioma. Indiferentes a jerarquías y jefaturas, no vendrán cuando los llamemos, sino que se deslizarán como una brisa de vibrisas por nuestras piernas o nuestra cara, mientras intentamos leer o ver una película. Es, como el lengüetazo perruno, una forma de afecto, pero un afecto salvaje e indescifrable. Al refregarse nos marcan con sus feromonas y reclaman su potestad sobre nosotros. Así funciona con los gatos. Ellos nos adoptan, no al revés.

En nuestro incorregible egocentrismo, tendemos a la prosopopeya. Durante años sospeché que al irme a trabajar, mis perros y gatos pasarían horas aguardándome, expectantes, gimiendo apesadumbrados. Pero algo en esa escena no cerraba.
Perros y gatos, aunque de modos diferentes, son afilados detectores de patrones de comportamiento. Es una adaptación evolutiva. Si podés anticipar la conducta de tus presas, te resultará mucho más fácil capturarlas. Es la razón por la que todo gato sabe de antemano, incluso antes de que bajemos la valija grande del desván, que en breve saldremos de viaje. Un sinnúmero de pequeñas rutinas se alteran en los días previos y ellos lo advierten.
Se necesitan diez días para reprogramar un gato. Casi nunca tenemos tanta paciencia y el tenaz cuadrúpedo parece salirse siempre con la suya. Pero si insistimos en algo durante unos diez días -por ejemplo, en no dejarlo entrar al dormitorio-, dejará de gimotear y arañar la puerta.
En todo caso, ¿tenía sentido que, como temía, mis mascotas llorarán como si nunca fuera a volver? Estaba seguro de que hacía años que habían registrado mis rutinas de lunes a viernes. Bueno, todas ellas.
Para salir de dudas, puse un par de webcams y me fui a trabajar. Mientras me alejaba con el auto, seguí sus comportamientos por el celular. Dieron vueltas durante cinco minutos y luego se echaron a dormir. Todo el día. Los gatos ni siquiera me habían concedido una despedida; ya estaban dormidos desde antes. Al sol.

De nuevo, había proyectado mi humanidad sobre mis amigos peludos y eso me había impedido darme cuenta de una obviedad: el único que se quedaba solo al salir de casa cada mañana, aislado de la manada, era yo. Puntos de vista; ellos también los tienen.
El filósofo inglés Jeremy Bentham, pionero de la defensa de los derechos de los animales, escribió: "La pregunta no es ¿pueden razonar? ni ¿pueden hablar? La pregunta es ¿pueden sufrir?". Sí, claro que pueden, pero a menudo sus padecimientos tienen razones que la razón no entiende.





La Nación. Buenos Aires.









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