Mugabe
Leila Guerriero
Robert Mugabe, presidente de Zimbabue desde hace 37 años, dio en
septiembre un discurso ante la ONU en el que dijo que la política de Donald
Trump era “vergonzosa y aterradora”. Lo aplaudieron a rabiar. Curiosa
celebración para quien en 2015, en ese mismo foro, defendió la ley que prohíbe
la homosexualidad en su país, y que alguna vez dijo: “Me aseguraría de que
todos los gais fueran al infierno y se pudrieran allí”.
Más curioso fue lo que
pasó después. La Organización Mundial de la Salud coordina la acción sanitaria
de la ONU. Según The Associated Press, invierte 178 millones de euros en viajes
y apenas 62 en combatir el VIH y la hepatitis. El 18 de octubre el director de
ese organismo tan viajero, Tedros Ghebreyesus, nombró a Mugabe embajador de
Buena Voluntad de la OMS y elogió su política de “cobertura universal de
salud”. Argumento extraño, ya que la espera para un tratamiento con
antirretrovirales en Zimbabue, cuando estuve allí en 2010, era de un año. No ha
mejorado mucho.
Mugabe fue, hasta los noventa, presidente de una nación con los
mejores hospitales y la mayor alfabetización de África. Hoy ejerce una
represión brutal en un país con un 90% de desempleo y una de las tasas de
prevalencia de VIH más altas del mundo: en 2010, el virus mataba a 2.500
personas por mes y había dejado 1.300.000 huérfanos. Su designación como
embajador produjo escándalo, Tedros dijo que iba a reflexionar, y el 22 de
octubre le retiró el cargo. Cuatro días necesitó la máxima autoridad de un
organismo mundial cuyo objetivo es “alcanzar para todos los pueblos el máximo
grado de salud” para entender que había coronado a un monstruo. Algunos podrán
llamarlo ingenuidad. No estoy entre ellos: si retirarle el cargo a Mugabe era
necesario, más necesario era que al frente de un organismo como este hubiera
alguien a quien nunca se le hubiera ocurrido dárselo.
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