Sorolla, un impresionista en 20 centímetros
Peio H. Riaño
Estudio de Sorolla en el pasaje de la Alhambra, en 1897 en Madrid.
El museo del pintor en Madrid exhibe 240 pequeños bocetos realizados al aire libre por el paisajista valenciano: veloces, espontáneos y de una técnica radical
Joaquín Sorolla
vivió la pintura en la urgencia, con la esperanza de ser tan rápido como la luz
(para no dejar escapar el instante). ¿Cómo lograr un gesto tan espontáneo como
la espontaneidad, cómo hacer para no olvidar esa impresión? Libretas. Además de
sus miles de apuntes dibujados, Sorolla realizó cerca de 2.000 pinturas al óleo
en muy pequeño formato. Muchas no alcanzan ni los 20 centímetros. Son “manchas”
con las que detuvo el tiempo, como impactos caprichosos que prosperan entre la
deliberación y el azar. En ellos, el pintor anota y avanza, lo importante no es
entender: son la esencia más impresionista de Sorolla, uno de los paisajistas
más importantes de la historia de la pintura.
La muestra,
que reúne 240 de estas piezas, representan asuntos con los que el pintor se
encontraba como escenas cotidianas de su familia, motivos de un paisaje
(cantábrico o mediterráneo), un pedazo de playa, unas olas que rompen.
Impresiones rápidas y directas, que conforman, a menudo, ejercicios radicales
de abstracción, que dan lugar a partituras encriptadas, escritas a golpes
veloces de pincel. Estas telas pequeñas son el laboratorio donde ensayará sus
fórmulas para practicarlas en los grandes lienzos de sus playas.
En estos apuntes la
imagen siempre va por delante del pensamiento y Sorolla, abierto a lo
inesperado, se entrega a la sorpresa y atrapa lo que suceda. “Encierran en
pocos centímetros cuadrados toda la brisa marina, toda la magia huidiza del
Mediterráneo, con un brío, con una ciencia, con un ardor, con una flexibilidad
y un virtuosismo en los valores que maravillaban la vista y el espíritu”,
escribió el crítico francés Camille Mauclair, en 1906.
Pero encierran
mucho más que la habilidad. Estas impresiones veloces son la parte más íntima
de Sorolla, un cuaderno de vivencias al aire libre, abierto a los lugares con
los que se cruza en su camino hacia ninguna parte. Son anotaciones valientes y
arriesgadas, ejercicios sin pretensiones de agradar, pura esencia de talento en
acción. Como explica López Fernández los realiza en sesiones fortísimas, “de
menos de una hora”, sin vacilaciones ni arrepentimientos. “Son un alarde de
rapidez”.
Sorolla —como
Monet, Manet, Degas o Sargent— no quiere dejar nada al azar cuando se lo encuentre
a la cara. El creador de lo fugaz necesita ensayar sobre el instante, para
convertirse en maestro de lo espontáneo. “Hay que pintar deprisa, porque
¡cuánto se pierde, fugaz, que no vuelve a encontrarse!”, escribe Sorolla.
También por carta a su mujer Clotilde: “Tengo
hambre de pintar”.
Ramiro de Maeztu decía de él que debía tener la avaricia de querer pintarlo todo. Y cuando le sobraba espacio, apuntaba el menú que acababa de comer. Se conservan algunos apuntes de Sorolla en los que compartía ese momento con amigos íntimos, a los que solía regalar buena parte de sus notas. Estos lienzos pequeños son sus pruebas fotográficas, pero también un fin en sí mismo, que el mercado empezó a desear porque lo quiere todo de las estrellas.
Ramiro de Maeztu decía de él que debía tener la avaricia de querer pintarlo todo. Y cuando le sobraba espacio, apuntaba el menú que acababa de comer. Se conservan algunos apuntes de Sorolla en los que compartía ese momento con amigos íntimos, a los que solía regalar buena parte de sus notas. Estos lienzos pequeños son sus pruebas fotográficas, pero también un fin en sí mismo, que el mercado empezó a desear porque lo quiere todo de las estrellas.
Así es como el
pequeño formato cobra a finales del siglo XIX más importancia que nunca en las
compraventas internacionales, donde Sorolla tiene un papel relevante, pues
“pierde su carácter de obra preparatoria para adquirir la connotación de obra
personal, realizada para sí mismos”. Esto le otorga el valor de talismán que
encierra el genio del artista. Esa fiebre creativa dio para cubrir las paredes
de su estudio en el número 3 del madrileño pasaje de la Alhambra. En una foto
que se conserva de 1897 la pared está completamente cubierta de apuntes. Hasta
arriba. La luz, dijeron los que pasaron por allí, resbalaba sobre los millares
de tablitas que tapizaban y encantaban las paredes de aquel delicioso retiro.
La exposición está
llamada a ser el mayor hito organizado en un museo estatal este año. En ella
queda clara la principal reivindicación de López Fernández, quien prefiere no
considerar estas notas de color como “estudios preparatorios”. “Porque
constituyen la esencia de la mirada del pintor hacia su pintura”, apunta en el
catálogo. Su mirada y su obsesiva actitud creadora, como escribía Sorolla: “Mis
estudios al aire libre no admiten una ejecución larga. Siento que si tuviera
que pintar despacio no podría pintar nada en absoluto”.
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