Cuántas veces vivimos ya el 2020 antes del 2020?
Alberto Moreno
Un reciente estudio de la NASA arroja la posibilidad de que la Vía Láctea esté llena de civilizaciones muertas anteriores a la nuestra, si es que alguna vez las ha habido, que es la duda que le surge al hombre cada vez que mira a las estrellas. Las conclusiones se basan en una versión ampliada de la llamada “ecuación de Drake”, capaz de discernir dónde y cuándo es más probable que haya habido o vaya a haber vida inteligente en la Vía Láctea. Al parecer, el mejor momento para que esta surgiera fue unos 8.000 millones de años después de la formación de nuestra galaxia y la Tierra no emergió hasta pasados 13.500. Según el citado trabajo, es esperable que una civilización determinada se autodestruya en un momento dado. Y si eso fuera así, significaría que la inmensa mayoría de las que han existido antes que la nuestra se destruyeron a sí mismas previamente.
Leo todo esto en un teletipo y me pongo a estudiar conceptos remotos. De repente quiero ser astrólogo y astrofísico, pero ya no me da tiempo. Me siento pequeño. Siento que, aunque me empeñara, me costaría mucho aprender a tocar bien la guitarra —me valdría con ser bueno al Guitar Hero— o un tercer idioma, y que tampoco podría ponerme a ello a tiempo completo porque me quedan regalos de Reyes por comprar, así que es probable que nada de lo que acometa vaya a ser una ramificación demasiado sofisticada de mi propia existencia actual. Según la última actualización del INE, mi esperanza vital, por ser varón y español, es de 80’87 años, un suspiro comparado con la infinidad del tiempo. Cada vez que nos extrapolamos a las cifras gigantescas que habitualmente propone la NASA, no llegamos ni a la categoría de nota al pie de una nota al pie. Con suerte somos hormigas que afectamos a otras hormigas. Lo aviso para cuando nos creamos el centro del universo y nos lamentemos de que solo nos pasan cosas a nosotros.
Pero lo que de verdad me altera de todo esto es la posibilidad de que hayamos nacido, crecido y muerto en infinitas ocasiones antes, porque parece el caso. Y que nuestro progreso necesite tanto combustible cada vez que comencemos a emitir carbono como locos. Y que nuestra codicia y los deseos geopolíticos hegemónicos de algunos nos lleven a guerras nucleares o de cualquier otro tipo similar a meteoritos extinguidores de dinosaurios. Y a partir de ahí, el reset. El “apague el ordenador y vuelva a encenderlo” que te chiva el equipo de IT como solución a todos los problemas que nos asolan. Cuando esta civilización se acabe resurgiremos con otros cuerpos y otras caras y otros mitos. A lo mejor resulta que la transmutación de las almas sí existe y se debe a holocaustos gigantescos y a la vuelta a la partida de una partida más grande que nunca empieza ni acaba.
Reparo en que, viajes lúdicos o de trabajo aparte, mi vida se desarrolla en cuatro o cinco manzanas. Y que solo necesito a 20 personas que me cuiden y a las que cuidar. Pero desde que leo esta noticia me obsesiona que el concesionario Opel de al lado de casa se haya erigido antes en miles de ocasiones en otras latitudes galácticas remotas. Porque habremos necesitado movernos lejos y seguro que algún emprendedor ancestral decidió inventar carromatos tirados también por caballos o sus equivalentes de dos cabezas. Y aquello devino en bólidos y luego en cohetes y hasta en cabinas de teletransporte. Y quizá aquellos coches no se llamaron Opel; a lo mejor variaba una vocal en la otra marca. Una civilización que surgiera en la bacteria más primitiva, se transformara en anfibio y evolucionara a una figura más extraterrestre que la nuestra fue posible antes y será posible más tarde. Eso parece. Y me provoca un vértigo que me hace sentir bien y mal a partes iguales, porque de repente cambiar de compañía de telefonía en busca de más fibra comienza a ser algo un poco irrelevante. También pienso en Ayuso y en que cree que nuestra civilización se originó con la llegada de Cristo, y me parece que eso es ver las cosas con el telescopio puesto al revés. Hay que abrir el marco.
Estoy seguro de que nuestros antepasados lejanos también inventaron un Amazon y se acomodaron para cubrir sus necesidades a golpe de click. Lo pienso y lo escribo desde mi ordenador portátil finísimo sincronizado con otros tres dispositivos de la casa. Hay veces que tengo antojo de ciruelas o de una almohada más mullida y basta con que lo piense en voz alta para que Google me diga dónde obtenerlas. Es tétrico, pero también muy útil. Y lo hemos conseguido a base de un esfuerzo diabólico, maquiavélico e inquietante. Llegará un momento en que todo sea tan black mirror que ya nada será black mirror, sino nueva normalidad. Y entonces, quizá, el gran apagón. Hubo políticos cínicos y otros soñadores que firmaron el acuerdo de París hace cinco años ya, un acuerdo que venía a sustituir al de Kioto, cuyo objetivo era que nuestros bisnietos no tuvieran que llevar escafandras para ir al trabajo, que pudieran esquivar la distopía un ratito más.
En una escena de La máquina del tiempo —de Gore Verbinski, rodada en 2002— el protagonista Alexander Hartdegen, científico e inventor, intenta salvar a su mujer y por error viaja 800.000 años hacia el futuro, escenario de tintes prehistóricos con la humanidad dividida en cazadores y presas. Implosionaron y volvieron a resurgir. Y un tiempo después llegarán los carromatos y Opel y Apple y Amazon y las palomitas de microondas. Y así todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario