Madame Bovary, esa mujer
Nada resuena ni publicita, se sabe, tanto como el escándalo. Desde esa perspectiva habría que observar la irrupción de una novela como Madame Bovary, (allá en el corazón adusto y conservador del Segundo Imperio francés), cuyo autor Gustave Flaubert, tuvo que atravesar el calvario de la justicia aunque luego saliera victorioso y, sí, partiería en dos el siglo XIX y de algún modo la historia de la literatura.
Para cuando Madame Bovary se publicó finalmente en formato de libro, el 12 de abril de 1857, la novela ya era célebre, y se convirtió en un lógico suceso de ventas. Había salido como folletín en la Revue de Paris, entre los meses de octubre y diciembre de 1856, despertando todo tipo de reacciones, y de inmediato, claro, había sido enjuiciada en su carácter de “afronte a la conducta decente y la moral religiosa”. Los términos pueden resultarnos hoy cómicos, incluso grotescos, pero está claro que no lo vivieron de tal manera las víctimas de entonces: el cándido imprentero Auguste-Alexis Pillet, el director de la revista León-Laurent Pichat, y el “ofensor principal”, es decir el propio Flaubert. Acaso valga sumar en el banquillo de los acusados –y los tiempos actuales no hacen más que poner en evidencia semejante despropósito– al género femenino en su totalidad.
Charles Bovary es un médico viudo, buen tipo pero con escaso vuelo, que se enamora de una mujer cuyo mayor pecado hasta entonces parece ser el de vivir a través de los libros. Luego cometerá otros menos santos, ya de casada e incluso habiendo dado a luz a una hija, y así Emma Bovary pasará de un amante a otro, de una decepción a otra, del veneno de lo cotidiano al otro menos metafórico que acabará famosa y poéticamente con su vida.
La educación sentimental Madame Bovary resulta fundamental no solo por la claridad y agudeza con que desnuda la hipocresía y las ideas represivas de su época, sino por el punto de quiebre que significa en términos formales o teóricos: el narrador como una construcción, una proyección consciente y absolutamente emancipada –al margen de los múltiples vínculos con los que se pueda especular– de la figura del escritor.
Dicha distancia, por cierto, fue clave en la defensa de Flaubert durante su nefasto tránsito por los tribunales (de allí el título del pequeño volumen que reúne las actas de los juicios a Flauert y Baudelaire: El origen del narrador). “Ni el genio de un Proust, ni el de Joycbe, ni el de Virginia Woolf, ni el de Kafka, ni el de Faulkner, hubieran sido posibles sin la lección de Flaubert”, apunta Mario Vargas Llosa en un artículo publicado hace casi dos décadas, sin duda olvidando a Henry James, el eslabón determinante sin el que los siglos XIX y XX parecerían universos autónomos.
Madame Bovary, que parece haberse inspirado en diversos episodios de la vida real, le demandó a Flaubert cinco años de trabajo intenso, casi insalubre, en la búsqueda constante de la cadencia perfecta, y más allá, la ilusión de que las palabras y aquello que representan se volvieran inevitables entre sí, como si fuesen una misma cosa. El mito vulgar quiere que esos cinco años sean apenas una anécdota en comparación con los 30 que le llevó La tentación de San Antonio, pero la realidad es que esta última novela permaneció sepultada –pero no olvidada– hasta su reconstrucción un cuarto de siglo más tarde. Cada uno de los –escasos– libros que Flaubert escribió implicó una dedicación absoluta, obligándolo a renunciar a casi cualquier distracción mundana, incluida la de ganarse el sustento. La escritura era para él –debía ser–, como para James, una ocupación de tiempo completo, claro que favorecida –en ambos– por una cómoda situación familiar, de la que al menos disfrutó buena parte de su vida.
Como pocos, Flaubert simboliza al artista sumergido de lleno en su labor en una batalla constante, obsesiva.
Quizá la radiografía más exacta de la relación de Flaubert con la escritura provenga de sus propias palabras, en particular de aquellas que le dirigía asiduamente a su amiga y más que circunstancial amante Louise Colet en la correspondencia que sostuvieran durante una década. Allí puede leerse, por ejemplo: “A fuerza de buscar encuentro la palabra justa, la única, y al mismo tiempo la armoniosa”. Pero con frecuencia la relación con el lenguaje se vuelve más dramática: “Por momentos tengo ganas de llorar. Hace falta una voluntad sobrehumana para escribir, y no soy más que un hombre”.
Nacido en la ciudad francesa de Rouen el 12 de diciembre de 1821, Flaubert fue hijo de un cirujano y de una normanda de antigua estirpe. Cursó brevemente la carrera de Derecho, que abandonó a raíz de unos dudosos o benditos ataques de epilepsia, y a continuación regresó a la casa de campo que su familia poseía en Croisset, en la que vivirá hasta el final de sus días, primero con su madre y luego con una sobrina a la que prácticamente adoptará.
Aunque por lo general prefería mantenerse a distancia de ella, la ciudad –símbolo de la burguesía que detestaba y al mismo tiempo no hacía más que corporizar– tienta esporádicamente a Flaubert con sus encantos, y los salones parisinos le ofrecerán entre otras la amistad de George Sand, con quien mantendrá una valiosa correspondencia, así como también la de Alphonse Daudet, los hermanos Goncourt, Iván Turguéniev. Suele representarse a Flaubert extremando determinados rasgos, en particular los que lo hacen comulgar con una suerte de ascetismo sin cuartel. Innegable es que alguna vez escribió en su diario aquello de que desperdiciar una onza de esperma podía ser más fatigoso que perder tres litros de sangre, y que era necesario reservar esos apetitos y esa energía para vérselas con el tintero; también lo es que imaginarlo como una suerte de sacerdote medieval, un estudioso dedicado exclusivamente a su labor sagrada de artesano de la palabra, es producto de algo más que una tentadora licencia poética.
Si bien nunca se casó, Flaubert tuvo sus pasiones, que acaso hayan sido inconstantes, tímidas o poco consecuentes. Se sabe que su mentada e insistente sobriedad provenía en parte de la necesidad de resguardarse de los embates de su muy querida Louise, a quien la mayoría subraya como el gran amor de su vida, o al menos la única relación profunda que pudo o eligió edificar; pero sus hagiógrafos no han llegado a un acuerdo respecto de las prioridades del corazón flaubertiano, con lo caprichoso que ese órgano puede tornarse. Algunos arriesgan que ese sitial le corresponde a una u otra prostituta proveniente de sus aventuras parisinas u orientales. Otros recuerdan con insistencia, avalados por menciones concretas del propio Flaubert, a una tal Elisa Schlesinger, un amor platónico que lo deslumbrara a los 15 años e inspirara a más de una de sus protagonistas. Están quienes ponen el ojo en Jules Herbert, la institutriz de su sobrina, una aparente relación clandestina que Julian Barnes, en su deliciosa El loro de Flaubert, también recupera. Y están quienes optan por hacer a un lado los placeres de la carne y sitúan en ese lugar de privilegio a su gran amigo Alfred le Poittevin, prestándole oídos al persistente lamento del propio genio a partir de su temprana muerte: “Creo que jamás he amado a nadie –hombre o mujer– como a él”.
Gustave Flaubert murió en Croisset, de una hemorragia cerebral, el 8 de mayo de 1880. No es demasiado arbitrario figurárselo, hasta el último instante, encorvado, sudando, en busca de la frase perfecta.
Madame Bovary en el cine
MADAME BOVARY (1933) de Jean Renoir.
El director francés Jean Renoir adaptó el gran clásico de Gustave
Flaubert en una de sus películas, aunque estimable, menos conseguidas.
Emma Bovary está interpretada por la actriz Valentine Tessier.
MADAME BOVARY (1937) de Gerhard Lampretch.
Versión alemana de la novela de Flaubert con la mítica intérprete del cine mudo Pola Negri interpretando a Emma Bovary.
MADAME BOVARY (1949) de Vincente Minnelli.
La más famosa de todas las adaptaciones filmadas en la pantalla grande de la
novela romántica de Gustave Flaubert fue este título de Vincente Minnelli para
la Metro Goldwin Mayer que protagonizó
Jennifer Jones.
Van
Heflin encarnó a Charles Bovary, Louis Jourdan es Rodolphe Boulanger
y James
Mason interpretó a Gustave Flaubert.
LA EDUCACIÓN SENTIMENTAL (1962) de Alexandre Astruc.
Jean-Claude Brialy y Marie-José Nat protagonizaron esta adaptación de “La Educación Sentimental” con el protagonismo de Frédéric Moreau, un joven que vive una relación apasionada con una mujer mayor y casada en tiempos revolucionarios.
MADAME BOVARY (1969) de John Scott.
Pobre co-producción entre Alemania e Italia que vuelve a trasladar a la
pantalla la sufrida Emma Bovary.
El protagonismo en esta ocasión es de la atractiva Edwige
Fenech.
MADAME BOVARY (1991) de Claude Chabrol.
Uno de los miembros más destacadosUno de los miembros más destacados de la
nouvelle vague dirigió una poco memorable traslación fílmica de la
obra más conocida de Gustave Flaubert.
Protagonizan Isabelle
Huppert, Jean-Françóis Balmer y Christophe Malavoy.
MADAME BOVARY (2000) de Tim Fywell.
Telefilm británico protagonizado por Frances
O’Connor y Hugh Bonneville.
LAS RAZONES DEL CORAZÓN (2011) de Arturo Ripstein.
El mexicano
Arturo Ripstein se inspiró en el “Madame Bovary” de Flaubert para
crear esta historia centrada en Emilia, un ama de casa agobiada que intenta
suicidarse.
MADAME BOVARY (2014) de Sophie Barthes.
Mia Wasikowska protagonizó esta versión del clásico de Flaubert.
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