Contra la pared
Es probable que la noticia no llame mucho la atención: vecinos de una calle de Temperley, en el sur del Gran Buenos Aires, juntaron 18.000 pesos –unos 1.600 dólares reales– para construir un muro que cierre uno de sus extremos. La calle se llama Lavalle y, pasando la avenida Meeks, termina en las vías del tren: los vecinos dicen que esa vía de escape hacia el ferrocarril facilitaba demasiado el trabajo ladrón, y la zona se había vuelto un festival de robos. Así que decidieron cortarla. El muro tiene casi tres metros de alto y una corona de alambre de púas; por el momento, dicen los vecinos, no dio tanto resultado.
La pared es una tendencia global: el mundo se llena, tantos creen en ellas. Es, también, una antigüedad: durante milenios, las ciudades se rodeaban de murallas para imaginar que no las tomarían sus enemigos. Las murallas servían a veces: muchas ciudades caían de todos modos. Pero con el desarrollo de la artillería –hace tres siglos– esa mampostería se hizo del todo inútil y las ciudades dejaron de ser amurallladas. Fue un cambio radical: la coerción se hizo invisible, el poder no necesitaba mostrarse en el espacio porque ocupaba las conciencias de sus ciudadanos.
Así que los muros parecían un recuerdo de otros tiempos -que solo reaparecían en situaciones demasiado turbias, Varsovia, Auschwitz, Berlín. Hasta que, últimamente, el estado de guerra larvada que se vive en tantos sitios hizo que muchos estados supusieran otra vez que un muro podía conjurar las amenazas. Ya no eran ejércitos enemigos o campesinos peligrosos; es, en general, el otro por excelencia de estos tiempos, el inmigrante. Contra ellos, muros y más muros, coronados por esos alambres que ahora los definen.
Así que los muros parecían un recuerdo de otros tiempos -que solo reaparecían en situaciones demasiado turbias, Varsovia, Auschwitz, Berlín. Hasta que, últimamente, el estado de guerra larvada que se vive en tantos sitios hizo que muchos estados supusieran otra vez que un muro podía conjurar las amenazas. Ya no eran ejércitos enemigos o campesinos peligrosos; es, en general, el otro por excelencia de estos tiempos, el inmigrante. Contra ellos, muros y más muros, coronados por esos alambres que ahora los definen.
Un trabajo excelente de The Guardian* recensa algunos de los más notorios:
–los 550 kilómetros de concreto y acero y lentes americanos que cierran el paso mexicano a los Estados Unidos, desde el Pacífico hasta después de Ciudad Juárez.
–los 2.700 kilómetros de arena, alambre y minas antipersonales marroquíes que intentan contener los movimientos de los pobladores saharuis en medio del desierto.
–los 4.000 kilómetros –todavía incompletos– de concreto y alambre indios que recorren la frontera entre India y Bangladesh para complicar la migración y el contrabando.
–los 500 kilómetros imponentes de cemento, hierro y alambre israelíes que impiden que los palestinos entren en su país.
–los 10 kilómetros de alambre griego que la aíslan de Turquía cerca del río Evros, la “frontera más permeable de Europa” para africanos y asiáticos.
–los 11 kilómetros de alambradas y sensores de movimientos españoles que impiden el paso desde Marruecos a la colonia hispanoafricana de Melilla.
Son ejemplos: hay muchos más. Lo que los une es esa tentativa desesperada de dejar afuera a otros, los temidos. Y la comprobación de un fracaso: el mito de la libre circulación de las personas –uno de los derechos humanos sancionados en 1948– derrumbándose ante las desigualdades. Pero también los une su carácter de emprendimientos estatales: países que deciden “defenderse”.
En la Argentina, en cambio, las paredes son iniciativas privadas. Hasta ahora, la mayoría era producto de la desilusión de ciertos ricos: creyeron que vivir en “barrios cerrados” –por muros– los inmunizaría contra los peligros de la sociedad que produjeron. Creyeron que podrían armarse ghettos invertidos, espacios donde supuestamente protegidos y solos, entre iguales. La modesta construcción de Temperley, en cambio, es una de las primeras con que ciudadanos más o menos pobres intentan cerrarle el camino a otros ciudadanos más pobres todavía. Son intentos tristes de un grupito que busca suplir con los instrumentos a su alcance las garantías que el Estado debería ofrecerle.Iniciativa privada: es lo que más abunda en estos días. Decíamos ayer: los generadores individuales para suplir la electricidad que los servicios públicos no generan. Pero también cada vez más escuelas privadas, hospitales privados, autopistas privadas, vigilantes privados para todos los que pueden pagarlo. Marcas del fracaso del Estado: más y más ciudadanos emprendiendo lo que deberían recibir –a cambio de sus impuestos crecientes, directos e indirectos– pero no.
Es curioso: el kirchnerismo se presentaba como el régimen que recuperaría la fuerza del Estado destruida por el levantamiento neoliberal de los noventas, y el resultado es el contrario. El proceso empezó a ser visible cuando decidieron entregar el monopolio de las estadísticas: cuando el Estado argentino resignó una de sus prerrogativas básicas –la de definir los datos que regulan la mayoría de sus actividades económicas– porque prefirió falsearlas y, entonces, esas actividades empezaron a regirse por datos privados. Mentir el país fue achicar el Estado.Desde entonces, la tendencia creció, encontró nuevos cauces, se confirmó en una imagen de manual: el Estado como una sociedad nónima de la que se beneficia un grupo de amigos, el Estado como un curro -que no consigue hacer con eficiencia nada de lo que debería, salvo mantener a millones de pobres lo suficientemente pobres como para precisar su tutela clientelista. Nos preguntamos más de una vez cuál sería; tarde descubrimos que la marca de la década, su síntesis habrá sido la destrucción decidida -no la crítica, la destrucción- del Estado argentino.
Es curioso: el kirchnerismo se presentaba como el régimen que recuperaría la fuerza del Estado destruida por el levantamiento neoliberal de los noventas, y el resultado es el contrario. El proceso empezó a ser visible cuando decidieron entregar el monopolio de las estadísticas: cuando el Estado argentino resignó una de sus prerrogativas básicas –la de definir los datos que regulan la mayoría de sus actividades económicas– porque prefirió falsearlas y, entonces, esas actividades empezaron a regirse por datos privados. Mentir el país fue achicar el Estado.Desde entonces, la tendencia creció, encontró nuevos cauces, se confirmó en una imagen de manual: el Estado como una sociedad nónima de la que se beneficia un grupo de amigos, el Estado como un curro -que no consigue hacer con eficiencia nada de lo que debería, salvo mantener a millones de pobres lo suficientemente pobres como para precisar su tutela clientelista. Nos preguntamos más de una vez cuál sería; tarde descubrimos que la marca de la década, su síntesis habrá sido la destrucción decidida -no la crítica, la destrucción- del Estado argentino.
Los Kirchner lo hicieron. Y es un resultado que va más allá de su final en el poder: el Estado perdió tal legitimidad en estos años, su imagen está tan dañada, sus funciones tan cuestionadas que los vecinos andan levantando paredes: se va a hacer difícil defenderlo. Nada mejor podía esperar la derecha privatizadora: es otro servicio peronista que van a agradecer -y a pagar- durante mucho tiempo.
Los muros existen desde que el hombre pudo armarlos, en épocas históricas fueron fundamentales para la defensa y la supervivencia. Parece que tantos avances, tanto progreso no han resuelto nada. Los muros siguen defendiéndonos...o segregándonos. En la Argentina K ( la que habla de integración, la de incorporar marginados) se ve una vez más la mentira. Todo es relato. R.
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