Wakonda
Alejandro
Schleh
Era
una quinta de casi dos hectáreas a cuya casa se llegaba recorriendo un camino
serpenteante flanqueado por pinos nuevos de mediana altura; había sido comprada
por mi tío Eduardo al padre de su mujer.
La
vivienda, un chalet de dos plantas, estaba ubicada en el centro de un cuadrado
de algo más de una hectárea y tenía tres, cuatro, o cinco eucaliptus inmensos a
un costado.
Una
pileta con venecita, algunos arbustos y un solitario ciruelo, eran la parte de
atrás de la casa: donde se vivía y pasaban las horas en familia. Al fondo, a la
derecha de la pileta, un garaje para tres autos, casa para caseros, un pequeño
departamentito para huéspedes, baño y vestuarios para visitas.
Y hacia el frente de la casa y a la ruta, un
gran parque, el de los pinos que flanqueaban el camino de entrada y el de los
eucaliptos en el deslinde a lo largo del alambre. Sólo se llenaba de gente en
las grandes ocasiones de Navidad o fin de año en que la quinta se superpoblaba.
Otra
media hectárea completaba la propiedad y estaba separada de la parte principal
por una ligustrina. Con árboles frutales variados y una casita con techo de
chapa color terracota a dos aguas, pintada de amarillo claro que imagino sería
prefabricada, eran la parte “salvaje” de la quinta.
En
ella pasé Navidades memorables rodeado de parientes y amigos de la familia.
Había fuegos artificiales y regalos de todos para todos. Los chicos corríamos,
los grandes reían, y don Nicasio, el casero, asaba carnes y toda clase de
chorizos y morcillas, y chinchulines que nunca probé.
Un hombre algo mayor, cuya cara me impresionaba, recitaba poemas en esas
reuniones alegres. Era el abuelo de mis primos, el dueño original de Wakonda,
ex embajador de Nicaragua en Inglaterra.
Se respiraba cultura y arte en esa casa. Algún que otro gran jarrón chino
con dragones verdes esmeralda, negros y amarillos y dorados, parado sobre
pedestales de madera negra tallada. Alguna pintura al óleo. Un biombo trabajado
en arabescos. Asuntos latinoamericanos como molas colgados en alguna pared. Un
amplio mural a la entrada del chalet, de colores pasteles hecho por una de sus
hijas, mi tía, que lo recibía a uno al ingresar a la vivienda. Recuerdo
alfombras persas de mediano tamaño sobre el piso brillante color beige, siempre
impecable, demasiado luminoso para ser de baldosas comunes. No sé cuál sería el
material, parecían cerámicos actuales.
El viejo recitaba los versos de su autoría que tocaban temas generales;
algunos estaban dedicados a su mujer o a sus hijas. Hace unos pocos años
encontré una antología en una librería de Avenida de Mayo que se titulaba
Wakonda: no pude dejar de comprarla. Allí estaban algunos de los poemas que
había oído de chico y no recordaba… allí están en mi biblioteca; los guardo con
cariño al lado de los de su padre quien bautizó al hijo con su pseudónimo
personal: Rubén Darío.*
En
el principio de mi adolescencia, luego de algunos pocos años de ausentismo,
volví a Wakonda en compañía de Eduardo Frieiro, amigo del barrio y vecino de
enfrente. Fuimos más de una vez aquel verano a pasar unos días, una semana de
vacaciones.
Subte,
tren hasta Castelar y colectivo por último. En el camino recorrido, pasábamos sobre el viejo pequeño
puente de hierro remachado sobre el rio Reconquista, el de la Virgencita de Lujan. Por
el costado de Peñaflor, la gran quinta de la familia Pulenta dueña de la bodega
que llevaba ese nombre, por el frente de la quinta San José de Zaponara. Era
una zona agreste de propiedades separadas unas de las otras por descampados
cubiertos de malezas y árboles raleados solitarios o agrupados en pequeños
racimos. Prefiero ahorrar palabras y no explayarme en lo que esa zona es hoy. Quedarme
con el recuerdo de aquel tiempo en que el verano y la orilla del Río
Reconquista recibían los bañistas, y el club Regatas de Bella Vista, recostado
sobre una de sus márgenes, merecía llevar ese nombre.
En Wakonda nos esperaban mis primos con sus skipys transparentes; chiquitos de tres,
seis, ocho años. Ito, Álvaro y Rita.
Eduardo
y yo teníamos trece y doce años respectivamente, y ya fumábamos Jockey Club
etiqueta colorada, recién salidos a la venta, y tirábamos con un rifle de aire
comprimido que llevábamos desarmado. Mis tíos viajaban diariamente a Bs As para
trabajar; eran cariñosos y nos despedían con un beso. Sólos desde la mañana
hasta la noche en que el matrimonio regresaba de Bs As, sólos con mis
pequeños primos, Nicasio y Dominga los caseros allá lejos en la otra
edificación, y con Delia y Nelly, las empleadas domésticas.
Las
empleadas
Luego
de hacer las camas, barrer la casa o limpiar los baños, cerca del mediodía, sin
perder de vista a mis primos, se instalaban en la cocina a la hora de
ocuparse de la comida. Eran buenas chicas, resignadas soportaban nuestro
asedio permanente.
Eduardo
y yo irrumpíamos en la cocina un rato antes del almuerzo para “ayudarlas” en
los quehaceres. Mientras trabajaban las teníamos abrazadas de la cintura,
apoyábamos nuestros cuerpos en sus espaldas. Eran divertidas, se miraban cada
tanto entre ellas y reían. Altas, nos pasaban en edad, tamaño y experiencia.
Depositábamos nuestras cabezas en sus nucas por momentos, les dábamos algún
beso en el cuello en otros. Nuestras manos recorrían sus cuerpos. Era gracioso
que los dos hiciéramos prácticamente lo mismo con cualquiera de ellas de manera
indistinta. Éramos intercambiables.
Después
de almorzar mis primos eran mandados a dormir la siesta y terminábamos los cuatro rodando sobre las
alfombras del living luchando, pellizcándonos, haciéndonos cosquillas. De vez
en cuando, una de ellas, estiraba el elástico de nuestro traje de baño y miraba
curiosa por debajo. Era el momento en que un movimiento certero de nuestra
parte dejaba algún pecho al descubierto. Ellas también estaban en traje de baño
y les deslizábamos los breteles por los hombros en un santiamén. Todo era excitación
y risas pero nada más pasó en aquellos días además de eso. Ellas ponían música:
“Como Te Extraño Mi Amor” de Leo Dan.
Visto
a la distancia, ellas debieron haber tenido entre diecinueve y veintiún años. No
creo que chicas que sobrepasaran esa edad hubieran soportado divertidas
nuestras acometidas. Todo esto fue el verano inmediato anterior a nuestro
ingreso a primer año. Frieiro al Carlos Pellegrini y yo al Buenos Aires.
Muchos,
muchísimos años más tarde, cuando la empresa de los bolsos y carteras florecía
de la mano de Hendy, y luchábamos por terminar con las deudas de la fábrica del
papel higiénico para poder cerrarla definitivamente, volví a pasar por Wakonda
Fue
en alguno de aquellos viajes a las costureras que paré en uno de sus costados,
fuera de la ruta, sobre una calle lateral. A esa calle daba una pequeña puerta
por la que se accedía al jardín de los caseros. Desde allí, entre las
ramas de un escuálido ligustro, pude ver la casa principal, las copas de los
grandes eucaliptus, la casa con techo a dos aguas tipo prefabricada donde yo
dormía con mi amigo, y la pileta a la que Delia o Nelly solo entraban a bañar
a mi prima menor si era el caso. Apenas se mojaban. Creo que no se zambullían
del todo en nuestra presencia por una cuestión de respeto hacia mis tíos
ausentes y veían en nosotros a sus representantes.
Recién
ahora me viene a la memoria que algunas veces, don Nicasio, el casero, que
intuía que algo extraño pasaba entre nosotros y las mucamas, se llegaba hasta
el chalet con alguna excusa. No sé si para poner orden- que lo conseguía solo
mientras estaba presente- o por simple curiosidad.
El asunto es que mirando ese viejo paisaje
conocido, vinieron a mí, y desfilaron uno a uno, ese y muchos otros recuerdos
rescatados de algún lugar de la conciencia, tal como ahora pasa mientras escribo
Es un regreso inmeditado; poco a poco van saliendo, no ya de entre las
ramas de un ligustro, sino de entre las teclas de una maquina cibernética cuyo
sonido azuza mi memoria. Como el sonido del motor de mi Citroen 3CV, cada vez que me acercaba por allí.
* UN REFUGIO EN LA CASA DE RUBÉN
DARÍO (Carta aclaratoria enviada a Clarín en agosto de 2006, nunca
publicada)
El 16 de Julio de 2006 año aparece en
“Clarín” un artículo titulado “Un refugio en la casa de Rubén Darío”. En el
mismo se dice que el “Programa de Prevención contra el Abuso, Abandono y
Maltrato de las Personas con Discapacidad” funciona en la que, años atrás,
fuera una quinta perteneciente a Rubén Darío y dónde, además, habría vivido. Me
lleva a decir lo que sigue.
Félix García Sarmiento fue el
verdadero nombre del famoso escritor y poeta Rubén Darío. Con este pseudónimo
pasó a la posteridad. Y Rubén Darío fue el verdadero nombre de uno de sus
hijos también escritor y poeta, además de embajador de Nicaragua en Gran
Bretaña, quien vivió y murió en nuestro país, a quién conocí por
ser el abuelo de mis primos hermanos. Y “Wakonda” fue el nombre de uno de sus
libros de poesía primero y el nombre de su quinta en la zona de Castelar
después. Mantuvo esta quinta por unos pocos años hasta que fue adquirida por su
yerno, mi tío Eduardo Schleh. Rubén Darío (h) siguió yendo
esporádicamente a fiestas y reuniones familiares.
Todo esto viene a cuento con el objeto
de aclarar al público el origen de dicha quinta y quienes fueron realmente sus
dueños y quienes la habitaron. Hoy funciona en ella un refugio para
chicos y jóvenes con discapacidad mental.
Hace unos cuantos años, antes de ahora
y cuando funcionaba un asilo de ancianos, había un enorme cartel en la entrada
que rezaba “Aquí vivió Rubén Darío el poeta de la Wakonda ”. La creencia
vulgar es que efectivamente allí vivió el famoso poeta renovador de las letras.
Él no vivió, ni siquiera conoció esa quinta adquirida por su hijo y “bautizada”
por una de sus nietas con el nombre de “Wakonda” que significa “Inspiración
Divina” o “Deidad” en lenguaje americano nativo. Curiosamente Cherokee.
Alejandro Schleh
Alejandro Schleh
Gracias Miss Musa Encantada !! Otra vez publicando alguno de mis "cuentos" autobiográficos. Se me llena la cara con una sonrisa al leer; se instala y sigue aún después de haber terminado el texto, que aunque recortado, mantiene encendidos los recuerdos !! Wakonda quedó grabada, creo que para siempre, entre mis imágenes, que de tanto en tanto, retornan indelebles....A.Schleh
ResponderEliminarEn este cuento hay dos historias, la que te hace sonreír (tan entrañable y nostálgica) y la otra, para mí desconocida, la de Rubén Darío hijo, el abuelo de tus primos. Ignorada por mí y por otros muchos ya que hasta el Clarín se confunde. Me encantó este cuento autobiográfico como le llamás y espero para él mejor destino que estas humildes páginas, que se haga libro pronto… tus ‘Historias Verdaderas’.
ResponderEliminarGracias a vos Alejandro por permitirme publicar estos textos, no solo son buenos… son educativos…! ( es bromita esto último)
Muy buen artículo. Muchas Gracias!!
ResponderEliminarHola a todos! Debo contarles que pase por la quinta y la leyenda que dice: "Aqui vivio Ruben Dario el poeta de la Waconda", me llevo a investigar un poco de que se trataba. Primero pensé que vivió el gran poeta Latinoámericano Ruben Darío, luego leí este artículo y aunque me confundio un poco aclaro mis dudas. Es muy interesante, me dejo una puerta abierta para conocer la obra de Ruben Dario hijo.
ResponderEliminarPasaba por alli a fines de los años 70...todavia conservaba el encanto de los baldios y montes esa zona..y siempre miraba el cartel de que vivio alli Ruben Dario el poeta de la Waconda..gratos recuerdos ...
ResponderEliminarAlejandro,me gustaría mucho saber sobre la historia del lugar,presido fundacion Villa Ángela y estamos en la quinta hace 28 años y en muchos aspectos para mí es un misterio,muchas gracias ,sandra
ResponderEliminarHola Sandra yo soy el mayor de los primos a los cuales se refiere Alejandro en su "Una información sin demasiada precisión, con simpatía a veces y otras no tanto...." si necesitas alguna informacion sera un gusto charlar contigo. comunicate a mi email eduardo.schleh@gmail.com
ResponderEliminargracias Eduardo te escribo,Sandra
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