martes, 14 de enero de 2014

WAKONDA




Wakonda

Alejandro Schleh















Era una quinta de casi dos hectáreas a cuya casa se llegaba recorriendo un camino serpenteante flanqueado por pinos nuevos de mediana altura; había sido comprada por mi tío Eduardo al padre de su mujer.
La vivienda, un chalet de dos plantas, estaba ubicada en el centro de un cuadrado de algo más de una hectárea y tenía tres, cuatro, o cinco eucaliptus inmensos a un costado.
Una pileta con venecita, algunos arbustos y un solitario ciruelo, eran la parte de atrás de la casa: donde se vivía y pasaban las horas en familia. Al fondo, a la derecha de la pileta, un garaje para tres autos, casa para caseros, un pequeño departamentito para huéspedes, baño y vestuarios para visitas.
Y hacia el frente de la casa y a la ruta, un gran parque, el de los pinos que flanqueaban el camino de entrada y el de los eucaliptos en el deslinde a lo largo del alambre. Sólo se llenaba de gente en las grandes ocasiones de Navidad o fin de año en que la quinta se superpoblaba.
Otra media hectárea completaba la propiedad y estaba separada de la parte principal por una ligustrina. Con árboles frutales variados y una casita con techo de chapa color terracota a dos aguas, pintada de amarillo claro que imagino sería prefabricada, eran la parte “salvaje” de la quinta.
En ella pasé Navidades memorables rodeado de parientes y amigos de la familia. Había fuegos artificiales y regalos de todos para todos. Los chicos corríamos, los grandes reían, y don Nicasio, el casero, asaba carnes y toda clase de chorizos y morcillas, y chinchulines que nunca probé.

Un hombre algo mayor, cuya cara me impresionaba, recitaba poemas en esas reuniones alegres. Era el abuelo de mis primos, el dueño original de Wakonda, ex embajador de Nicaragua en Inglaterra.
Se respiraba cultura y arte en esa casa. Algún que otro gran jarrón chino con dragones verdes esmeralda, negros y amarillos y dorados, parado sobre pedestales de madera negra tallada. Alguna pintura al óleo. Un biombo trabajado en arabescos. Asuntos latinoamericanos como molas colgados en alguna pared. Un amplio mural a la entrada del chalet, de colores pasteles hecho por una de sus hijas, mi tía, que lo recibía a uno al ingresar a la vivienda. Recuerdo alfombras persas de mediano tamaño sobre el piso brillante color beige, siempre impecable, demasiado luminoso para ser de baldosas comunes. No sé cuál sería el material, parecían cerámicos actuales.  
El viejo recitaba los versos de su autoría que tocaban temas generales; algunos estaban dedicados a su mujer o a sus hijas. Hace unos pocos años encontré una antología en una librería de Avenida de Mayo que se titulaba Wakonda: no pude dejar de comprarla. Allí estaban algunos de los poemas que había oído de chico y no recordaba… allí están en mi biblioteca; los guardo con cariño al lado de los de su padre quien bautizó al hijo con su pseudónimo personal: Rubén Darío.*


En el principio de mi adolescencia, luego de algunos pocos años de ausentismo, volví a Wakonda en compañía de Eduardo Frieiro, amigo del barrio y vecino de enfrente. Fuimos más de una vez aquel verano a pasar unos días, una semana de vacaciones.
Subte, tren hasta Castelar y colectivo por último. En el camino  recorrido, pasábamos sobre el viejo pequeño puente de hierro remachado sobre el rio Reconquista, el de la Virgencita de Lujan. Por el costado de Peñaflor, la gran quinta de la familia Pulenta dueña de la bodega que llevaba ese nombre, por el frente de la quinta San José de Zaponara. Era una zona agreste de propiedades separadas unas de las otras por descampados cubiertos de malezas y árboles raleados solitarios o agrupados en pequeños racimos. Prefiero ahorrar palabras y no explayarme en lo que esa zona es hoy. Quedarme con el recuerdo de aquel tiempo en que el verano y la orilla del Río Reconquista recibían los bañistas, y el club Regatas de Bella Vista, recostado sobre una de sus márgenes, merecía llevar ese nombre. 

En Wakonda nos esperaban mis primos con sus skipys transparentes; chiquitos de tres, seis, ocho años.  Ito, Álvaro y Rita.
Eduardo y yo teníamos trece y doce años respectivamente, y ya fumábamos Jockey Club etiqueta colorada, recién salidos a la venta, y tirábamos con un rifle de aire comprimido que llevábamos desarmado. Mis tíos viajaban diariamente a Bs As para trabajar; eran cariñosos y nos despedían con un beso. Sólos desde la mañana hasta la noche en que el matrimonio regresaba de Bs As,  sólos con mis pequeños primos, Nicasio y Dominga los caseros allá lejos en la otra edificación, y con Delia y Nelly, las empleadas domésticas.


Las empleadas


Luego de hacer las camas, barrer la casa o limpiar los baños, cerca del mediodía, sin perder de vista a mis primos,  se instalaban en la cocina a la hora de ocuparse de la comida. Eran buenas chicas,  resignadas soportaban nuestro asedio permanente.
Eduardo y yo irrumpíamos en la cocina un rato antes del almuerzo para “ayudarlas” en los quehaceres. Mientras trabajaban las teníamos abrazadas de la cintura, apoyábamos nuestros cuerpos en sus espaldas. Eran divertidas, se miraban cada tanto entre ellas y reían. Altas, nos pasaban en edad, tamaño y experiencia. Depositábamos nuestras cabezas en sus nucas por momentos, les dábamos algún beso en el cuello en otros. Nuestras manos recorrían sus cuerpos. Era gracioso que los dos hiciéramos prácticamente lo mismo con cualquiera de ellas de manera indistinta. Éramos intercambiables.
Después de almorzar mis primos eran mandados a dormir la siesta y terminábamos los cuatro rodando sobre las alfombras del living luchando, pellizcándonos, haciéndonos cosquillas. De vez en cuando, una de ellas, estiraba el elástico de nuestro traje de baño y miraba curiosa por debajo. Era el momento en que un movimiento certero de nuestra parte dejaba algún pecho al descubierto. Ellas también estaban en traje de baño y les deslizábamos los breteles por los hombros en un santiamén. Todo era excitación y risas pero nada más pasó en aquellos días además de eso. Ellas ponían música: “Como Te Extraño Mi Amor” de Leo Dan.
Visto a la distancia, ellas debieron haber tenido entre diecinueve y veintiún años. No creo que chicas que sobrepasaran esa edad hubieran soportado divertidas nuestras acometidas. Todo esto fue el verano inmediato anterior a nuestro ingreso a primer año. Frieiro al Carlos Pellegrini y yo al Buenos Aires.


Muchos, muchísimos años más tarde, cuando la empresa de los bolsos y carteras florecía de la mano de Hendy, y luchábamos por terminar con las deudas de la fábrica del papel higiénico para poder cerrarla definitivamente, volví a pasar por Wakonda
Fue en alguno de aquellos viajes a las costureras que paré en uno de sus costados, fuera de la ruta, sobre una calle lateral. A esa calle daba una pequeña puerta por la que se accedía al jardín de los caseros. Desde allí,  entre las ramas de un escuálido ligustro, pude ver la casa principal, las copas de los grandes eucaliptus, la casa con techo a dos aguas tipo prefabricada donde yo dormía con mi amigo, y la pileta a la que Delia o Nelly solo entraban a bañar a mi prima menor si era el caso. Apenas se mojaban. Creo que no se zambullían del todo en nuestra presencia por una cuestión de respeto hacia mis tíos ausentes y veían en nosotros a sus representantes.
Recién ahora me viene a la memoria que algunas veces, don Nicasio, el casero, que intuía que algo extraño pasaba entre nosotros y las mucamas, se llegaba hasta el chalet con alguna excusa. No sé si para poner orden- que lo conseguía solo mientras estaba presente- o por simple curiosidad.
El asunto es que mirando ese viejo paisaje conocido, vinieron a mí, y desfilaron uno a uno, ese y muchos otros recuerdos rescatados de algún lugar de la conciencia, tal como ahora  pasa mientras escribo

Es un regreso inmeditado; poco a poco van saliendo, no ya de entre las ramas de un ligustro, sino de entre las teclas de una maquina cibernética cuyo sonido azuza mi memoria. Como el sonido del motor de mi Citroen 3CV,  cada vez que me acercaba por allí.



* UN REFUGIO EN LA CASA DE RUBÉN DARÍO  (Carta aclaratoria enviada a Clarín en agosto  de 2006, nunca publicada)

El 16 de Julio de 2006 año aparece en “Clarín” un artículo titulado “Un refugio en la casa de Rubén Darío”. En el mismo se dice que el “Programa de Prevención contra el Abuso, Abandono y Maltrato de las Personas con Discapacidad” funciona en la que, años atrás, fuera una quinta perteneciente a Rubén Darío y dónde, además, habría vivido. Me lleva a decir lo que sigue.
Félix García Sarmiento fue el verdadero nombre del famoso escritor y poeta Rubén Darío. Con este pseudónimo pasó a la posteridad. Y  Rubén Darío fue el verdadero nombre de uno de sus hijos también escritor y poeta, además de embajador de Nicaragua en Gran Bretaña,  quien vivió y murió en nuestro país,  a quién conocí por ser el abuelo de mis primos hermanos. Y “Wakonda” fue el nombre de uno de sus libros de poesía primero y el nombre de su quinta en la zona de Castelar  después. Mantuvo esta quinta por unos pocos años hasta que fue adquirida por su yerno, mi tío Eduardo Schleh.  Rubén Darío (h) siguió yendo esporádicamente a fiestas y reuniones familiares.
Todo esto viene a cuento con el objeto de aclarar al público el origen de dicha quinta y quienes fueron realmente sus dueños y quienes la habitaron. Hoy funciona en ella  un refugio para chicos y jóvenes con discapacidad mental.
Hace unos cuantos años, antes de ahora y cuando funcionaba un asilo de ancianos, había un enorme cartel en la entrada que rezaba “Aquí vivió Rubén Darío el poeta de la Wakonda”. La creencia vulgar es que efectivamente allí vivió el famoso poeta renovador de las letras. Él no vivió, ni siquiera conoció esa quinta adquirida por su hijo y “bautizada” por una de sus nietas con el nombre de “Wakonda” que significa “Inspiración Divina” o “Deidad” en lenguaje americano nativo. Curiosamente Cherokee.


Alejandro Schleh


                                                                                                        


 Portada de Wakonda de Rubén Darío ( Hijo)
                                                                                                                       
















8 comentarios:

  1. Gracias Miss Musa Encantada !! Otra vez publicando alguno de mis "cuentos" autobiográficos. Se me llena la cara con una sonrisa al leer; se instala y sigue aún después de haber terminado el texto, que aunque recortado, mantiene encendidos los recuerdos !! Wakonda quedó grabada, creo que para siempre, entre mis imágenes, que de tanto en tanto, retornan indelebles....A.Schleh

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  2. En este cuento hay dos historias, la que te hace sonreír (tan entrañable y nostálgica) y la otra, para mí desconocida, la de Rubén Darío hijo, el abuelo de tus primos. Ignorada por mí y por otros muchos ya que hasta el Clarín se confunde. Me encantó este cuento autobiográfico como le llamás y espero para él mejor destino que estas humildes páginas, que se haga libro pronto… tus ‘Historias Verdaderas’.
    Gracias a vos Alejandro por permitirme publicar estos textos, no solo son buenos… son educativos…! ( es bromita esto último)

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  3. Hola a todos! Debo contarles que pase por la quinta y la leyenda que dice: "Aqui vivio Ruben Dario el poeta de la Waconda", me llevo a investigar un poco de que se trataba. Primero pensé que vivió el gran poeta Latinoámericano Ruben Darío, luego leí este artículo y aunque me confundio un poco aclaro mis dudas. Es muy interesante, me dejo una puerta abierta para conocer la obra de Ruben Dario hijo.

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  4. Pasaba por alli a fines de los años 70...todavia conservaba el encanto de los baldios y montes esa zona..y siempre miraba el cartel de que vivio alli Ruben Dario el poeta de la Waconda..gratos recuerdos ...

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  5. Alejandro,me gustaría mucho saber sobre la historia del lugar,presido fundacion Villa Ángela y estamos en la quinta hace 28 años y en muchos aspectos para mí es un misterio,muchas gracias ,sandra

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  6. Hola Sandra yo soy el mayor de los primos a los cuales se refiere Alejandro en su "Una información sin demasiada precisión, con simpatía a veces y otras no tanto...." si necesitas alguna informacion sera un gusto charlar contigo. comunicate a mi email eduardo.schleh@gmail.com

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