Leonardo también cometía errores
Walter Isaacson
Cuando rondaba esa
inquieta y trascendental edad que son los 30, Leonardo da Vinci escribió
una carta al señor de Milán en la que enumeraba las razones por las que este
debía proporcionarle un empleo. Había disfrutado de cierto éxito como pintor en
Florencia, pero encontró problemas para terminar sus encargos y buscaba nuevos
horizontes. En los 10 primeros párrafos, Leonardo se jactaba de sus habilidades
en ingeniería, sin olvidar su capacidad para proyectar y diseñar puentes,
canales, cañones y edificios públicos. No fue hasta el undécimo párrafo, al
final, que añadió que, además, era artista: “También puedo esculpir en
mármol, bronce y yeso, así como pintar, cualquier cosa tan bien como el mejor,
sea quien sea”.
No mentía. Con el
tiempo, realizaría dos de las pinturas más célebres de la historia:
la Última cena y la Mona Lisa; pero Leonardo se consideraba
asimismo, y por igual, ingeniero y científico. Con una pasión lúdica y
obsesiva, realizó estudios innovadores de anatomía, de fósiles, de pájaros, del
corazón humano, de máquinas voladoras, de óptica, de botánica, de geología, de
corrientes de agua y de armamento. Así se convirtió en el arquetipo del hombre
del Renacimiento, una inspiración para todos los que creen que “las infinitas obras
de la naturaleza”, por citar al propio Leonardo, se hallan entretejidas en un
todo lleno de maravillosos patrones. Su capacidad para combinar arte y ciencia,
simbolizada por su dibujo de un hombre completamente proporcionado con los
brazos extendidos dentro de un círculo y un cuadrado, conocido como el Hombre
de Vitruvio, lo convirtió en el genio más innovador de la historia.
Sus investigaciones científicas conformaron su arte. Leonardo arrancó la piel de los rostros de los cadáveres, delineó los músculos que mueven los labios, para pintar después la sonrisa más inolvidable del mundo. Estudió cráneos humanos, hizo dibujos en sección de huesos y de dientes para transmitir el sufrimiento de la extrema delgadez de San Jerónimo. Exploró la matemática de la óptica, mostró cómo inciden los rayos de luz en la córnea para conseguir la mágica ilusión del juego de perspectivas de la Última cena.
Mediante la
conexión de sus estudios de luz y de óptica con su arte, logró dominar el
sombreado y la perspectiva para modelar objetos en una superficie bidimensional
de modo que estos aparentaran ser tridimensionales. Esta capacidad de “hacer
que una simple superficie plana manifieste un cuerpo relevado (que figure
relieve), y como fuera de ella”, según Leonardo, era “la intención primaria del
pintor”. En buena medida gracias a su labor, la dimensionalidad se convirtió en
la innovación suprema del arte renacentista.
Al envejecer,
Leonardo prosiguió con sus investigaciones científicas, que no había puesto
únicamente al servicio de su arte, sino también para satisfacer un anhelo
instintivo a la hora de desentrañar la profunda belleza de la creación. Cuando
buscaba y rebuscaba una teoría que explicase por qué el cielo es azul, no solo
pretendía dar forma a su pintura, sino que además lo hacía por una natural,
particular y maravillosa curiosidad.
Sin embargo, ni siquiera cuando Leonardo reflexiona sobre por qué el cielo es azul, puede separar la actividad científica de su arte. Juntos constituyeron el alimento de su pasión, que consistía en dominar todo lo que había que saber sobre el mundo, incluido el lugar que ocupamos en él.
Da Vinci sentía un
hondo respeto por la naturaleza en conjunto y sintonizaba con la armonía de sus
patrones, que veía reproducidos en toda clase de fenómenos, fueran estos
grandes o pequeños. En sus cuadernos aparecen dibujados rizos de cabello,
remolinos de agua y turbulencias de aire, junto a notas en las que intenta
explicar los fundamentos matemáticos de dichas espirales.
Mientras me hallaba en el castillo de Windsor contemplando los torbellinos de energía de los “dibujos del diluvio”, que Leonardo realizó hacia el final de su vida, le pregunté a su conservador, Martin Clayton, si creía que los había concebido como obras de arte o de ciencia. Nada más plantearlo, me di cuenta de que resultaba absurdo. “No creo que Leonardo hiciera esa distinción”, respondió. (…)
Mientras me hallaba en el castillo de Windsor contemplando los torbellinos de energía de los “dibujos del diluvio”, que Leonardo realizó hacia el final de su vida, le pregunté a su conservador, Martin Clayton, si creía que los había concebido como obras de arte o de ciencia. Nada más plantearlo, me di cuenta de que resultaba absurdo. “No creo que Leonardo hiciera esa distinción”, respondió. (…)
La imaginación de
Leonardo impregna todo lo que toca: sus producciones teatrales, sus planes para
desviar ríos, sus proyectos de ciudades ideales, sus bocetos de máquinas
voladoras y casi todos los aspectos de su arte, así como de su ingeniería. Su
carta al señor de Milán representa un ejemplo de esta imaginación, ya que sus
dotes como ingeniero militar en esa época no eran más que sus propias
figuraciones. Su cometido inicial en la corte milanesa no fue el de constructor
de armas, sino el de diseñador de celebraciones y espectáculos. Incluso en el
apogeo de su carrera, la mayoría de sus inventos eran más visionarios que
prácticos. (…)
Asimismo descubrí,
al principio con estupor y luego con satisfacción, que Leonardo no siempre era
un gigante. Cometía errores. Se iba por la tangente, en sentido literal,
enfrascado en problemas matemáticos que no consistían sino en un mero
pasatiempo. No hace falta recordar que dejó muchos cuadros inacabados, en
especial la Adoración de los Reyes, San Jerónimo y la Batalla de Anghiari. La
consecuencia se traduce en que hoy se conservan solo unas 15 obras que pueden
ser, total o parcialmente, atribuidas a él.
Aunque la mayoría
de sus contemporáneos lo considerasen amistoso y afable, Leonardo se muestra a
veces oscuro y angustiado. Sus cuadernos ofrecen una ventana a su mente febril,
imaginativa, maníaca y, en ocasiones, exaltada. Si hubiera sido un estudiante
de principios del siglo XXI, podrían haberle recetado medicamentos para aliviar
sus cambios de humor y su trastorno de déficit de atención. No resulta
necesario estar de acuerdo con el tópico del artista como genio atormentado
para creer que parece una suerte que Leonardo no contase con ayuda externa para
ahuyentar a sus demonios mientras invocaba a sus dragones.
En uno de los
peculiares acertijos que contienen sus cuadernos, encontramos el siguiente
enigma: “Surgen enormes figuras de aspecto humano y, cuanto más te acercas a
ellas, más disminuye su inmenso tamaño”. La solución es: “La sombra que
proyecta un hombre de noche con una luz”. Aunque lo mismo pudiera decirse de
Leonardo, no creo que su talla se acorte al descubrirse su condición humana.
Tanto su sombra como su realidad se hacen acreedoras de grandeza. Sus fallos y
excentricidades nos permiten identificarnos con él, sentir que podemos emularlo
y apreciar aún más sus momentos de éxito. El siglo XV de Leonardo, de Colón y
de Gutenberg fue una época de descubrimientos, de exploración y de difusión del
conocimiento mediante las nuevas tecnologías; en definitiva, parecida a la
nuestra. Por eso tenemos mucho que aprender de Leonardo.
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