Capote, ese genio literario
Música para camaleones.(Prefacio)
Mi vida —como
artista, por lo menos— puede ser proyectada en un gráfico con la misma
precisión que una fiebre, registrándose altos y bajos, ciclos específicamente
definidos.
Comencé a escribir
a los ocho años, inesperadamente, sin la inspiración de un modelo. No conocía a
nadie que escribiera. En realidad, apenas si conocía a alguien que leyera. El
hecho era que sólo cuatro cosas me interesaban: leer, ir al cine, zapatear y dibujar.
Luego, un día, empecé a escribir, sin saber que me había encadenado, de por
vida, a un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo
tiempo nos entrega un látigo, y éste sólo tiene por finalidad la
autoflagelación.
Pero, naturalmente,
yo no lo sabía. Yo escribía historias de aventuras, novelas policiales, escenas
cómicas, cuentos que me habían narrado ex esclavos y veteranos de la Guerra
Civil. Me divertía muchísimo, al principio. Dejé de divertirme cuando descubrí
la diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un descubrimiento más
alarmante aun: la diferencia entre escribir muy bien y el verdadero arte. Una
diferencia sutil, pero feroz. Después de eso, cayó el látigo.
Así como algunas
personas practican el piano o el violín cuatro y cinco horas diarias, yo
practicaba con mis lapiceras y papeles. Sin embargo, no mostraba a nadie lo que
hacía. Si alguien me preguntaba en qué estaba ocupado todo ese tiempo, les
decía que con mis tareas escolares. En realidad, nunca hacía tareas escolares.
Las literarias me mantenían totalmente ocupado: se trataba de mi aprendizaje en
el altar de la técnica, del oficio, de las endiabladas complicaciones de la
división en párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo, para no mencionar
el gran diseño total, el gran arco que exige comienzo, medio y final. Había que
aprender, y de tantas fuentes: no sólo de los libros, sino de la música, de la
pintura, de la mera observación cotidiana.
En realidad, lo más
interesante que escribí en ese tiempo fueron las simples observaciones
cotidianas que asentaba en mi diario. Descripciones de un vecino. Largas
transcripciones literales de conversaciones oídas. Chismes locales. Un tipo de
reportaje, un estilo de “ver” y “oír” que más adelante influiría seriamente en
mí, aunque entonces no me daba cuenta, pues todo lo “formal” que escribía, lo
que pulía y pasaba cuidadosamente a máquina, era más o menos ficticio.
Ya a los diecisiete
años era un escritor consumado. De ser pianista, ése hubiera sido el momento
propicio para el primer concierto en público. Siendo escritor, decidí que era
el momento de publicar. Envié cuentos a las principales publicaciones
literarias, y a las revistas de distribución nacional, que en aquellos días
publicaban los cuentos de mayor “calidad”, como Story, The New Yorker, Harper’s
Bazaar, Mademoiselle, Harper’s, Atlantic Monthly. Mis cuentos aparecieron,
puntualmente, en las mismas.
TC.1948
Luego, en 1948,
publiqué una novela: Otras voces, otros ámbitos. Fue bien recibida por la
crítica, y resultó un best seller. También, debido a una exótica fotografía de
su autor en la contratapa, fue el comienzo de una cierta notoriedad que me ha
perseguido todos estos años. En realidad, muchas personas han atribuido el
éxito comercial de la novela a la foto. Otros restaron importancia al libro,
como si se tratara de un extraño accidente: “Sorprendente que alguien tan joven
pueda escribir tan bien”. ¿Sorprendente? ¡Sólo hacía catorce años que escribía,
día tras día! En general, la novela fue una conclusión satisfactoria del primer
ciclo de mi desarrollo.
Una novela corta,
Desayuno en Tiffany’s, concluyó el segundo ciclo en 1958. Durante los diez años
intermedios, experimenté con casi todos los estilos y formas literarios,
intentando dominar una variedad de técnicas, lograr un virtuosismo tan fuerte y
flexible como la red de un pescador. Por supuesto, fracasé en varias de las
áreas que ensayé, pero es verdad que uno aprende más del fracaso que del éxito.
Así fue en mi caso, y más adelante pude aplicar con gran provecho lo que
aprendí. De todos modos, durante esa década de exploración escribí colecciones
de cuentos cortos (Un árbol nocturno, Recuerdo de Navidad), ensayos y retratos
(Color local, Observaciones, la obra contenida en Los perros ladran), obras de
teatro (El arpa de hierba, Casa de flores), libretos para películas (Beat the
Devil, The Innocents), y una enormidad de reportajes reales, la mayoría para
The New Yorker.
En realidad, desde
el punto de vista de mi destino creativo, lo más interesante que hice durante
toda esta segunda fase apareció primero en The New Yorker como una serie de
artículos, y posteriormente en un libro titulado Se oyen las musas. El tema era
el primer intercambio cultural entre la Unión Soviética y los Estados Unidos:
una gira hecha por Rusia, en 1955, por una serie de negros norteamericanos que
representaban Porgy and Bess. Concebí toda la aventura como una breve novela
cómica “verídica”, la primera de todas.
Unos años antes,
Lillian Ross había publicado Picture, su historia de la filmación de una
película, The Red Badge of Courage. Con sus rápidos cortes, las escenas
retrospectivas o anticipatorias, era, en sí, como una película, y mientras la
leía me preguntaba qué pasaría si la autora abandonara su dura disciplina
lineal de reportaje directo y tratara el material como si fuera una novela:
¿ganaría, o perdería el libro? Decidí ver qué pasaba, cuando se me presentara
el tema apropiado. Porgy and Bess en Rusia, en pleno invierno, me pareció
apropiado.
Se oyen las musas
recibió críticas excelentes; incluso fue elogiada por medios generalmente poco
benévolos conmigo. Aun así, no llamó especialmente la atención, y las ventas
fueron moderadas. Sin embargo, el libro fue un acontecimiento importante para
mí: mientras lo escribía, me di cuenta de que podía haber hallado solución a lo
que siempre había sido mi mayor dilema creativo.
Desde hacía muchos
años me sentía atraído hacia el periodismo como una forma de arte en sí mismo,
por dos razones: primero, porque me parecía que nada verdaderamente innovador
se había producido en la prosa, o en la literatura en general, desde la década
de 1920, y segundo porque el periodismo como arte era casi terreno virgen, por
la sencilla razón de que muy pocos escritores se dedicaban al periodismo y,
cuando lo hacían, escribían ensayos de viaje o autobiografías. Se oyen las
musas me hizo pensar de una manera totalmente distinta. Yo quería escribir una
novela periodística, algo en mayor escala que tuviera la verosimilitud de los
hechos reales, la cualidad de inmediato de una película cinematográfica, la
profundidad y libertad de la prosa y la precisión de la poesía.
Sólo en 1959 un
misterioso instinto dirigió mis pasos hacia el tema —un oscuro caso de
asesinato en una región aislada de Kansas— y finalmente, en 1966, pude publicar
el resultado: A sangre fría.
En un cuento de
Henry James, creo que The Middle Years, el protagonista, que es un escritor en
las sombras de la madurez, se lamenta: “Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que
podemos; el resto es la locura del arte”. Dice esto, más o menos. De todos
modos, James habla con toda franqueza, nos dice la verdad. Lo más oscuro de la
oscuridad, lo peor de la locura, es el inexorable riesgo que entraña. Los
escritores, al menos los que están dispuestos a correr verdaderos riesgos, los
que se aventuran a todo, tienen mucho en común con otra raza de solitarios: los
que se ganan la vida jugando al billar y a los naipes. Muchos pensaron que
estaba loco al pasar seis años recorriendo las llanuras de Kansas; otros
rechazaron mi concepción de la “novela verídica”, decretándola indigna de un
escritor “serio”. Norman Mailer la describió como “un fracaso de la
imaginación”, queriendo decir, supongo, que un novelista debería escribir sobre
algo imaginario y no sobre algo real.
Sí, fue como jugar
al póker con apuestas altísimas. Durante seis largos años, en que sentí los
nervios desquiciados, no supe si tenía o no un libro. Fueron largos veranos y
helados inviernos, pero yo seguía firme ante la mesa de juego, jugando la mano
lo mejor posible. Luego, resultó que sí tenía un libro. Varios críticos se
quejaron de que “la novela no ficticia” era un término para llamar la atención,
un fraude, y que no había nada de nuevo ni original en lo que yo había hecho.
Otros, sin embargo, opinaron de manera distinta. Se dieron cuenta del valor de
mi experimento y pronto lo pusieron en práctica. Nadie fue más rápido que
Norman Mailer, que ganó mucho dinero y obtuvo muchos premios con sus novelas no
ficticias (Los Ejércitos de la noche, Of a Fire on the Moon, La Canción del
Verdugo), si bien ha tenido mucho cuidado en no describirlas nunca como
“novelas verídicas”. No importa: es un buen escritor y un gran tipo, y estoy
agradecido por haber podido hacerle un pequeño favor.
La zigzagueante
línea en el gráfico de mi reputación como escritor alcanzó una altura
saludable, y allí la dejé un tiempo antes de pasar a mi cuarto ciclo, que
supongo será el último. Durante cuatro años, aproximadamente entre 1968 y 1972,
me dediqué a leer, seleccionar, corregir y clasificar mis propias cartas, las
de otras personas, mis diarios (que contienen descripciones detalladas de
cientos de escenas y conversaciones) correspondientes al período
1943-1965.Tenía la intención de utilizar gran parte de ese material en un libro
que planeaba desde hacía años: una variante de la novela verídica. Lo titulé
Answered Prayers (Plegarias escuchadas), que es una cita de Santa Teresa, quien
dijo: “Se derraman más lágrimas por plegarias escuchadas que no escuchadas”.
Comencé a trabajar en este libro en 1972, escribiendo primero el último
capítulo (siempre es bueno saber adónde va uno). Luego escribí el primero,
“Monstruos no malcriados”, después el quinto, “Un severo insulto al cerebro”, a
continuación el séptimo, “La côte basque”. Proseguí de esta forma, escribiendo
distintos capítulos fuera de secuencia. Pude hacerlo porque el argumento —o
argumentos, más bien— era verídico, y todos los personajes, reales. No era
difícil recordarlo todo, pues no había inventado nada. Sin embargo, no fue mi
intención escribir un roman à clef, ese género en que los hechos se disfrazan
de ficción. Mis intenciones eran lo opuesto: quitar los disfraces, no
fabricarlos.
En 1975 y 1976
publiqué cuatro capítulos del libro en la revista Esquire. Esto causó enojo en
ciertos círculos, en los que se tuvo la sensación de que yo estaba traicionando
confidencias, maltratando a amigos y/o a enemigos. No quiero discutir esto; se
trata de política social y no de mérito artístico. Diré solamente que todo lo
que tiene el escritor para trabajar es el material que ha reunido como
resultado de su propio esfuerzo y de sus observaciones, y no se le puede negar
el derecho de usarlo. Se podrá condenar su uso, pero no negárselo.
No obstante,
interrumpí Answered Prayers en septiembre de 1977, hecho que nada tuvo que ver
con la reacción pública recibida por las partes ya publicadas. La interrupción
se debió a que yo estaba pasando un momento terrible: atravesaba una crisis
creativa y personal al mismo tiempo. Como la faz personal no estaba relacionada,
excepto muy tangencialmente, con la creativa, sólo es necesario referirme al
caos creativo.
A pesar de que fue
un verdadero tormento, ahora me alegro de que haya ocurrido. Después de todo,
alteró mi concepción total de la literatura, mi actitud hacia el arte, la vida,
el equilibrio entre ambos y mi comprensión de la diferencia entre lo verdadero
y lo realmente verdadero.
Por empezar, creo
que la mayoría de los escritores, incluso los mejores, recargan las tintas. Yo
prefiero aligerarlas, usar un estilo simple y cristalino como un arroyo de
campo. Descubrí que mi estilo se volvía demasiado denso, que me llevaba tres
páginas conseguir efectos que debería lograr en un solo párrafo. Volví a leer y
a releer todo lo que había escrito en Answered Prayers, y empecé a tener dudas,
no acerca del material o de mi enfoque, sino de la textura del estilo. Releí A
sangre fría y tuve la misma reacción: en muchas partes el estilo no era tan
bueno como debería ser, y no liberaba todo el potencial. Lentamente, con una
alarma que iba en aumento, volví a leer cada palabra publicada en mi vida, y
llegué a la conclusión de que nunca, ni una sola vez en mi carrera de escritor,
había explotado toda la energía ni toda la excitación estética contenidas en el
material. Me di cuenta de que, hasta en las mejores partes, trabajaba con la
mitad, e incluso un tercio, de las posibilidades que tenía. ¿Por qué?
La respuesta, que
me fue revelada después de meses de meditación, era sencilla pero no muy
satisfactoria. No hizo nada, por cierto, para disminuir mi depresión. Por el
contrario, la empeoró. La respuesta creaba un problema aparentemente insoluble
y, si no podía solucionarlo, mejor era dejar de escribir. El problema era el
siguiente: ¿cómo puede un escritor combinar con buen resultado dentro de una
sola forma —digamos el cuento— todo lo que sabe de todas las otras formas
literarias? Pues a esto se debía el que mi obra estuviera, a menudo, iluminada
insuficientemente: el voltaje existía, pero al restringirme a las técnicas de
la forma en la que escribía en ese momento, no utilizaba todo lo que sabía del
arte de escribir, todo lo que había aprendido de libretos, obras de teatro,
reportajes, poesías, cuentos, nouvelles, novelas. Un escritor debía tener a su
disposición, sobre su paleta, todos los colores, todas las habilidades para
poderlos combinar y, cuando fuera apropiado, aplicar simultáneamente. La
pregunta era: ¿cómo?
Retomé Answered
Prayers. Descarté un capítulo y volví a escribir otros dos. Mejor,
decididamente, mucho mejor. Pero la verdad era que debía volver al jardín de
infantes. Allí estaba, otra vez, frente a una mesa de juego, aunque excitado,
pues me sentía iluminado por un sol invisible. Aun así, mis primeros
experimentos fueron torpes. Me veía como a un niño con una caja de lápices de
colores.
Desde el punto de
vista técnico, la mayor dificultad que tuve al escribir A sangre fría fue no
participar. Por lo general, el periodista tiene que entrar en la obra como
personaje, como observador testigo, si es que quiere mantener el libro dentro
del plano de lo verosímil. Yo sentía que era esencial, para el tono
aparentemente objetivo del libro, que el autor permaneciera ausente. En
realidad, en todos mis reportajes, siempre intenté mantenerme lo más invisible
que fuera posible.
Ahora, sin embargo,
me coloqué en el centro del escenario y empecé a reconstruir, de una manera
severa y mínima, conversaciones cotidianas con personas comunes: el encargado
de mi edificio, un masajista en el gimnasio, un viejo compañero de escuela, mi
dentista. Después de escribir cientos de páginas sencillas, llegué a conseguir
un estilo. Había descubierto un marco dentro del cual podía asimilar todo lo
que sabía del arte de escribir.
Más tarde,
utilizando una versión modificada de esta técnica, escribí una nouvelle verídica
(Féretros tallados a mano) y una cantidad de cuentos. El resultado es el
presente volumen, Música para camaleones.
¿Cómo ha afectado
todo esto al resto de mi obra en preparación, Answered Prayers?
Considerablemente. Mientras tanto, heme aquí solo, sumido en mi oscura locura,
completamente solo con mi mazo de naipes y, por supuesto, con el látigo que
Dios me dio.
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