Cuando el arte europeo se llenó de odaliscas ( y de prejuicios )
Baile de Máscaras, de Rafael de Penagos.
Hubo un momento en
que Oriente se puso de moda. Para los europeos del siglo XIX era lo misterioso,
lo desconocido, lo Otro. Por eso el arte se llenó de insinuantes odaliscas,
hombres de piel atezada y mirada torva y ruinosas arquitecturas de arcos
lobulados. Orientalismos.
Todo habría
comenzado con Napoleón, que durante su expedición militar a Egipto (1798-1800)
se llevó un puñado de artistas con el fin de documentar las maravillas
arqueológicas que las tropas francesas encontraban a su paso. La campaña
resultó un fracaso en lo militar, pero en lo artístico no se habría podido
soñar con un éxito más clamoroso. Las láminas que realizó el dibujante Vivant
Denon sobre los monumentos faraónicos desencadenaron en el continente
europeo una repentina fiebre por la egiptología, y más allá de eso una
curiosidad renovada por todo lo que tuviera que ver con el próximo Oriente.
De: Viajeros en el Bajo y Alto Egipto Vivant Denon.
Pintores como Delacroix, Chasseriau, Jean-Léon Gerôme o el español Mariano
Fortuny se apuntaron entusiasmados a la tendencia. Y de entre todos
destacó Jean-Auguste-Dominique Ingres, el mejor pintor romántico francés y
uno de los artistas más originales de aquellos tiempos.
Ingres: La gran Odalisca ( 1814 )
Ingres decidió
centrarse en el tema de las odaliscas, las sirvientas de los harenes turcos, a
las que retrató con formas anatómicamente imposibles, escasez de ropa y
profusión escenográfica. Lo asombroso del caso es que Ingres jamás pisó
África ni Oriente, de manera que sus representaciones del serrallo se basaban
únicamente en la literatura y en su propia imaginación, bastante desatada y
decididamente calenturienta.
Porque una cuestión
esencial es que el Orientalismo se basa en el desconocimiento de la
realidad que pretende invocar. Todo sea por la pervivencia del misterio. El
crítico e investigador palestino-americano Edward W. Said publicó en
1978 Orientalismo, el libro que básicamente lo decía todo sobre el asunto
y que ponía sobre la mesa los prejuicios que nunca han dejado de planear sobre
el modo en que la cultura occidental percibe y representa la oriental. Porque
en realidad nos interesa mantenerlos. Para nosotros, ellos son arbitrarios,
débiles, crueles, infantiles, ignorantes y esclavos de la sensualidad, lo que
por comparación nos convierte en racionales, fuertes, piadosos, maduros, cultos
y llenos de templanza.
Y, lo que resulta
aún más fascinante, Said destapaba en su libro cómo las elites gobernantes del
Medio Oriente internalizaron esos mismos prejuicios originarios de Europa
extendiéndolos a sus propios países.
Esto habría sido
así no ya desde el siglo XIX, sino desde tiempos tan lejanos como los de los
autores griegos Esquilo (Los persas, sobre la derrota de Persia en
las guerras médicas) y Eurípides (Medea, la historia de una mujer del
este, una hechicera que por despecho mata a sus propios hijos). Oriente
significaba irracionalidad y barbarie, pero también estaba pintado con la
negrura del misterio y el brillo de la opulencia. Mucho después, con el auge
del imperio Otomano, el turco se convertiría en un poderoso enemigo ante el que
se reaccionaba con la misma ambivalencia: en el siglo XVI, el sultán Solimán
el Magnífico era uno de los grandes antagonistas del emperador Carlos
V, lo que no impidió que también lo retratara Tiziano, el pintor más
codiciado por las cortes reales del momento. Así que había precedentes.
Tórtola Valencia. de Penagos.
Por eso no es raro
que tres siglos más tarde el fenómeno se propagara con tanta rapidez, y que los
artistas se apresuraran a llenar sus obras de harenes, consumidores de hachís
languideciendo tumbados o vendedores ambulantes con chilaba. Ya en el XX, los
Ballets Russes, la compañía de danza de Serguéi Diághilev, triunfó con sus
escenografías orientalizantes, mientras personajes históricos o de ficción como
Cleopatra, Sherezade y Salomé encandilaron a las bailarinas Loïe Fuller y Tórtola
Valencia. Viajaron a Tánger los pintores Henri Matisse y Francisco
Iturrino, y a Túnez August Macke y Paul Klee. Y se puso de moda entre
aristócratas o artistas disfrazarse “a la oriental” para hacerse retratar.
Improvisación africana : Vasily Kandinsky
Improvisación africana : Vasily Kandinsky
Improvisación africana : Vasily Kandinsky
Café Turco August Macke
Ver en un callejón
August Macke
De alguna forma, el proceso de descolonización –traumático
para la metrópoli, como para las colonias lo había sido antes la colonización–
supuso la entrada en otra fase en la relación entre ambas partes.
Sin embargo, los
prejuicios no han desaparecido. Muy al contrario, sigue ocurriendo hoy en día. La publicidad todavía
incorpora muchos de esos tópicos nacidos en el siglo XIX.
No son pocos los productos de la sociedad
de consumo que han tratado de seducirnos invocando los tópicos del misterio
oriental: pensemos en los modelos de alta costura de Paul Poiret y
sus “pantalones harem” (que vuelven cíclicamente a las tiendas de moda), en el
perfume Shalimar de Guerlain, en los clásicos anuncios de desodorantes
ambientados en la casbah o en las películas sobre jeques y harenes, desde El
Caíd, con Rodolfo Valentino (1921) hasta Harem (1985),
donde Nastassja Kinski era raptada para convertirse en la concubina
de un gobernante del Golfo Pérsico (un Ben Kingsley intensamente
maquillado).
The Sheik (1921) Rudolph Valentino
Algunos prejuicios
permanecen idénticos, y otros se han adaptado a los tiempos. Además de
sensualidad y decadencia, para la mente occidental Oriente también ha
significado peligro. Y hoy este peligro adopta la forma de la amenaza
terrorista. “Si nosotros somos activos, ellos son pasivos. Pero
además, si nosotros somos racionales, ellos son irracionales. Así que esa
pasividad se convierte a nuestros ojos en una violencia gratuita que no
logramos entender”. Quizá no sea tampoco casual que el coronavirus, la amenaza
sanitaria de la que ahora todos vivimos pendientes, se asocie con un origen
oriental.
Porque el
Orientalismo, más que solo de Oriente, habla de todos nosotros. De nuestras
fantasías y de nuestros miedos, que finalmente nos hacen ser lo que somos.
¿El coronavirus 'matará al populismo'? No cuentes con eso
Cas Mudde
Las predicciones sobre cómo el brote de coronavirus afectará la política no son confiables. Este es el por qué
Los epidemiólogos todavía están tratando de luchar a brazo
partido con la gravedad de la pandemia del coronavirus, con diferentes modelos
de predicción de resultados diferentes, una de ellas “ el coronavirus
va a cambiar el mundo de forma permanente ”. Los medios sociales y
tradicionales también están llenos de críticas, principalmente que el
coronavirus cambiará la globalización " enormemente para mejor "
y que podría " matar el populismo ".
A diferencia de
estos expertos, no tengo una bola de cristal, pero el análisis comparativo y la
experiencia histórica advierten contra expectativas tan grandes. En el
primero, miremos hacia atrás solo 10 años y veamos cuánto ha cambiado la
"globalización" desde la Gran Recesión. La respuesta no es
mucho. En los Estados Unidos, los bancos son más grandes que
nunca, Wall Street está entregando nuevamente bonos casi récord, y casi nadie
de importancia fue encarcelado.
Pero si las
estructuras no se ven afectadas, ¿se cambiarán los jugadores? ¿Será el
"populismo" la " próxima víctima " del
coronavirus"? Se han escrito cientos de columnas sobre
las respuestas " incompetentes " y " peligrosas "
de Boris Johnson y Donald Trump, quienes, según nos han dicho, nos han mostrado
los " límites del populismo ". Pero, a pesar de la
obsesiva cobertura de estos dos líderes, no son los únicos líderes populistas:
son y ni siquiera los mejores ejemplos de populistas.
Si miramos un poco
más allá, vemos respuestas muy diferentes de los populistas de todo el
mundo. Hay algunos ejemplos muy destacados del enfoque estereotipado, es
decir, populistas que niegan la realidad, distraen al público con teorías de
conspiración y ofrecen políticas lentas y poco entusiastas. Los presidentes
de extrema derecha como Trump y su aspirante brasileño, Jair
Bolsonaro , son ejemplos muy citados, aunque el presidente
mexicano, Andrés Manuel López Obrador, un populista de izquierda
nominal, no es mejor.
Pero otros
populistas han tomado la amenaza mucho más en serio. De hecho, en los
Países Bajos, el foro populista de derecha radical para la Democracia
(FvD) y el Partido por la Libertad (PVV) han criticado al principal gobierno de
coalición del conservador Mark Rutte por ser demasiado laxo, y lo han estado
instando durante semanas a no solo cerrar las fronteras, pero adoptan políticas
de "cierre" similares a las que la mayoría de los demás países de la
UE han aplicado. Y no olvidemos que el país más afectado en Europa, Italia,
que ha marcado el tono de las respuestas en otras partes del continente, está
gobernado por una coalición del partido demócrata de centro izquierda y el
populista Movimiento Cinco Estrellas.
Del mismo modo,
en India, Narendra Modi, uno de los mayores aliados de Trump y el
líder del mayor partido de derecha radical populista del mundo, ha encerrado a
su país de 1.300 millones de personas durante 21 días. "Cada estado,
cada distrito, cada carril, cada pueblo estará bajo encierro", declaró
Modi. Para ser justos, esto mata a dos pájaros de un tiro, ya que su
gobierno ha enfrentado protestas callejeras masivas por una serie de
problemas en los últimos meses, que ahora serán imposibles.
Otros líderes
populistas también han utilizado el coronavirus para impulsar las "medidas
de emergencia" autoritarias. Viktor Orbán continúa su transformación
de Hungría en un régimen autoritario con nuevas medidas draconianas,
mientras que Benjamin Netanyahu ha utilizado el coronavirus para ejecutar
un autogolpe (auto-golpe) en Israel,
suspendiendo los tribunales y el parlamento. Pero muchos líderes no
populistas también han declarado estados de emergencia, mientras que algunos
populistas, incluido sorprendentemente Trump, han hecho (hasta ahora) poco.
En resumen, no hay
una sola "respuesta populista" a la pandemia de coronavirus. Ni
siquiera hay una sola "respuesta populista de derecha". Los
partidos populistas y los políticos han respondido de manera muy diferente, en
parte dependiendo de si están en el gobierno o en la oposición. También se
enfrentan a contextos muy diferentes, tanto en términos de número de
infecciones como de control de los medios. Por ejemplo,
mientras Johnson y Trump son criticados diariamente por la mayoría de sus
respectivos medios nacionales, y tienen que confiar en la lealtad acrítica de
su complejo conservador de medios de comunicación, los líderes populistas de
derecha radical en Hungría y Polonia tienen el control total de los medios
estatales, que se jactan del bajo nivel de infecciones, sin decirle a su
audiencia sobre el bajo nivel de pruebas en el país.
Es demasiado pronto
para hacer grandes predicciones sobre cómo el coronavirus cambiará el
mundo. Pero ya podemos decir que es casi seguro que no "matará al
populismo", por la sencilla razón de que el "populismo" no tiene
una respuesta unitaria a la pandemia. Basado en la experiencia histórica
reciente, apostaría mi dinero en la crisis del coronavirus que tendría, en el
mejor de los casos, un efecto general moderado en los populistas: algunos
ganarán, otros perderán y otros permanecerán igual.
Cas Mudde es
columnista de The Guardian en los Estados Unidos y profesor de la UGAF Stanley
Wade Shelton en la escuela de asuntos públicos e internacionales de la
Universidad de Georgia.
Cuando se cumplen 30 años de su estreno, Pretty woman puede ser fácilmente condenable desde los parámetros que asumen muchos hoy para criticar las películas. Nada más lejos de la realidad.
El vídeo pirata
de Pretty Woman sigue siendo uno de los más codiciados en el mercado
negro de Corea del Norte. Su encanto universal a estas alturas, 30 años
después de su estreno, es innegable y es un fenómeno popular sin comparación:
desde su estreno en televisión en 1994, cuando registró 9,2 millones de
espectadores y un 55% de encendido, cada nueva emisión se ha colocado entre lo más
visto del día. ¿Es que la gente nunca se va a cansar de verla?
¿Acaso queda
alguien que no la haya visto todavía? La respuesta está dentro de la propia
película, porque cada vez que los espectadores se sientan a ver Pretty
Woman por televisión sienten lo mismo que Vivian camino de la ópera: “Por
si luego se me olvida decírtelo, me lo he pasado muy bien esta noche”
Una comedia
romántica sobre una prostituta y un cliente que se enamoran es, a priori, la
película más intolerable posible para una sociedad reeducada y sensibilizada
con el feminismo como es la sociedad de 2020. Sin embargo Pretty Woman celebra
su trigésimo aniversario en condición de clásico moderno a pesar de la
tendencia de la crítica cinematográfica actual a valorar las películas más por
lo que cuentan que por cómo lo cuentan. En el primer apartado, Pretty
Woman ya era aberrante en 1990. En el segundo, sigue siendo una película
perfecta. Y no es excluyente. Los millones de personas que llevan años
disfrutando de ella una y otra vez comprenden que es una fantasía, los otros
millones de personas empeñadas en corregir (o contrarrestar) los gustos de la
masa le piden explicaciones como si se tratase de un documental.
Las redes sociales
han provocado una ludificación de la sociedad (los seres humanos nos
comportamos como si la vida fuese un videojuego cuya misión es demostrar
valores para ganar puntos como persona: puntos por solidaridad, puntos por
ingenio, puntos por superioridad moral/intelectual/cultural) y ese sistema ha
acabado afectando al consumo audiovisual: hay series que te hacen parecer más
complejo (The Wire) y series que te hacen parecer más simple (Élite). Si una
persona ve las dos es probable que en redes sociales hable mucho más sobre la
primera. The Wire es considerada unánimemente alta cultura, así que
verla te legitima como ser humano. Esta identificación de “eres lo que
consumes”, en teoría, alcanza su mayor importancia durante la adolescencia y la
universidad, cuando el individuo todavía está formando su personalidad y
requiere artilugios externos a él (series, películas, libros, ropa) para
construir su identidad. Una vez en la madurez, ese individuo debería poder
sentirse libre para consumir solo lo que le da placer y no lo que siente que
debería estar consumiendo por presión social. Esa presión social genera
culpabilidad cuando se “pierde el tiempo” consumiendo baja cultura. Y así
nace el concepto de “placer culpable”.
El placer culpable
es una coartada cultural que el consumidor utiliza como escudo: bailo esta
canción, veo esta película o me pongo este peto sabiendo que está por debajo de
mí. Que es “mierda de la buena”. Pero en el siglo XXI el placer culpable se ha
asentado como el canon cultural. Pero un
momento, ¿quién ha decidido que Pretty Woman es baja cultura?: Respuesta corta:
los modernistas.
Indirectamente, al
menos. El amor y la comedia son dos elementos universales que la gente de
cualquier nacionalidad, raza o clase social puede apreciar. Por eso William
Shakespeare o Jane Austen causan sensación y por eso la mayoría
de grandes obras literarias anteriores al siglo XX tienen un romance en el
conflicto central. Sin embargo, tras la Primera Guerra Mundial los
intelectuales modernistas se interesaron por otros asuntos (el existencialismo,
la socioeconomía, la política) y el amor quedó relegado a las novelas que se
vendían en los supermercados. Es decir, a la cultura para mujeres. Y justo
en esa década el cine pasó de ser considerado una extravagancia científica o
una atracción de feria a ser visto como un arte. El séptimo, en concreto.
Y las
autoridades culturales, en consonancia con el movimiento modernista, se
aseguraron de señalar que las películas románticas eran una vulgaridad
cursi, sensiblera y sentimental (de cómo “sentimental” ha acabado siendo
un adjetivo peyorativo en el arte habla mucho y muy bien Carl Wilson en
el imprescindible ensayo Música de mierda). Casi 100 años después, las
listas de las mejores películas de la historia del cine están plagadas de
historias sobre violencia, dinero, valores o ideologías pero casi ninguna trata
sobre el amor. Y por eso “cine para señoras” o “cine para niñas adolescentes”
son términos despectivos cuyo equivalente masculino, sencillamente, no existe.
Este panorama hace
que Pretty Woman exista en un terreno hostil y que su éxito, lejos de
encumbrarla como un clásico por derecho propio, sirva para
menospreciarla: le gusta a tanta gente porque apela a los bajos instintos,
a los trucos facilones y al mínimo común denominador intelectual. Recurre a
caramelos para la masa como el erotismo, el dinero, el amor romántico, los
buenos que ganan y la venganza contra las dependientas. Y, en esta misión para
derribarla, no hay golpe más bajo que se le pueda dar a una película que
condenarla por su mensaje tóxico ya que eso no solo desacredita la película
sino que deja a sus admiradores como ignorantes. “No conseguiremos que
Hollywood deje de rodar películas misóginas si seguimos pagando por ver
comedias románticas en las que el hombre compra a la mujer y la moldea hasta
convertirla en la chica de sus sueños” criticaba Kira Cochrane en The
Guardian. “La película le gustará a mucha gente, pero a la mañana siguiente se
despertarán sintiéndose sucios” vaticinaba Peter Travers en Rolling
Stone cuando se estrenó. La romantización y glamourización que Pretty
Woman hace de la prostitución lleva tres décadas siendo, con razón, la
munición con la que algunas personas desacreditan la película entera.
Pero esa crítica
tiene dos connotaciones. La primera, asumen que disfrutar con Pretty
Woman significa apoyar la explotación sexual de la mujer y que crecer
viéndola por televisión llevaría a toda una generación de niñas a soñar con que
un millonario las retire y moldee a su gusto. “En la película (Vivian) consigue
llegar su vacío económico con el dinero de Edward, pero eso en la realidad no
pasa”, avisaba Katie Hail-Jares por alguien se estaba planteado meterse a puta
tras ver Pretty Woman. Pero nadie le ha pedido explicaciones jamás a El
padrino por romantizar y glamourizar el crimen organizado. Y nadie lo ha
hecho porque sería ridículo hacerlo. La diferencia es que El padrino es
alta cultura. Es una película para señores (nada despectivo en ese término). Y
ahí radica la segunda connotación de las críticas contra el mensaje de Pretty
Woman.
Cuando Thelma
y Louise causó controversia por presentar como heroínas a dos mujeres que
recurrían a la violencia extrema, su guionista Callie Khouri defendió
que los hombres llevaban décadas disparando antes de preguntar en el cine (Dos
hombres y un destino era su referente más directo), pero que cuando se
trataba de mujeres o negros (ella ponía de ejemplo críticas similares contra
los modelos de conducta en el cine de Spike Lee) se les exigía que diesen
ejemplo. Nadie le pide a El lobo del Wall Street que condene la
especulación, a Superman que retrate con fidelidad el periodismo o a
Marty McFly en Regreso al futuro que deje de llamar “marica” a todo
el mundo. Porque esas películas gozan de avales como la sátira, la fantasía o
el contexto histórico. Nadie ha criticado nunca que en Beautiful Girls Timothy
Hutton se enamore y flirtee con una adolescente. Pero Pretty Woman es
indigna porque transmite un mensaje tóxico a las niñas.
Lo que sí que es
tóxico es esa conclusión de que las historias femeninas deben presentar valores
de decencia y virtuosismo, como si estuviéramos en la Edad Media. Uno de los
campos de batalla preferidos del nuevo feminismo han sido, por su inmensa
popularidad, las princesas Disney y los ideales de amor romántico, de feminidad
pasiva y de damiselas domésticas en apuros que inculcan a los niños. Nadie ha
pedido explicaciones, sin embargo, a Aladdín, en la que el héroe se
convierte en príncipe solo porque se viste como tal en uno de los relatos más
superficiales, clasistas, capitalistas y racistas (solo uno de los personajes
de Aladdín tiene acento árabe en la versión original, a ver si
adivinan cuál) que Disney ha creado jamás. Pero las princesas Disney, como todo
personaje femenino en el cine, tienen el deber de representar y educar a todas
las mujeres del mundo. Los chicos Disney, como todos los personajes
masculinos en el cine, solo se representan a sí mismos.
Esta lectura
ideológica hace que, de tanto atacar a la pobre Aurora por “esperar dormida a
que su novio la rescate”, ya nadie se tome la molestia de valorar La bella
durmiente como una obra magna de la animación y una de las cimas del arte
del siglo XX. La crítica cinematográfica cada vez es menos cinematográfica y
nadie parece interesado en valorar Pretty Woman por su calidad, su
efectividad y su construcción como película. Porque Pretty Woman es
una obra maestra del cine. Y si alguien puede disfrutar de Taxi Driver sin
estar de acuerdo con el terrorismo ese alguien también debería poder disfrutar
de Pretty Woman sin estar de acuerdo con su mensaje machista.
Hay una razón por
la que la escena más mítica de la película, Vivian yéndose de compras, no es
romántica sino consumista. Pretty Woman es una fábula sobre el dinero
y la clase. Uno de sus aciertos, en este sentido, es ser autoconsciente y
sincera: el primer plano es un truco de magia con dos monedas. “Ya sabéis lo
que dicen... todo va sobre dinero”. Además de hablar sobre dinero
constantemente (Kit, la compañera de piso de Vivian, se ha gastado el dinero
del alquiler en drogas; Edward, el personaje de Richard Gere, necesitó
10.000 dólares de terapia para estar en paz con su padre; al final le grita a
su abogado “no me aprecias a mí, solo aprecias mi dinero”, todos y cada uno de
los personajes de la película ejercen con disciplina su rol en el sistema.
Y eso incluye a la
bruja de la dependienta que echa a Vivian de la tienda. Ella solo está haciendo
su trabajo, como también lo están haciendo el gerente del hotel (que debe
asegurarse a toda costa de mantener la imagen del Beverly Wilshire y a la vez
mantener contento a su huésped Edward), la dependienta que ayuda a Vivian a
encontrar su primer vestido (que no solo acierta su talla porque “es mi
trabajo, querida”, sino que no la juzga cuando Vivian le confiesa que en
realidad Edward no es su tío, “nunca lo son, querida”) o el maître del
restaurante que coge al vuelo el caracol que se le escapa disparado a Vivian
(“estos mamones resbalan”) y la reconforta asegurando que “le pasa a todo el
mundo”. Ninguno de esos empleados va a heredar la empresa, pero desempeñan su
trabajo con un rigor casi apasionado. Vivian y Edward, claro, también son
estrictos profesionales pero la diferencia es que ellos son los únicos
personajes de la película a los que conocemos por lo que son y no por lo que
hacen. Porque ellos se enamoran por quienes son y a pesar de lo que hacen.
Las screwball
comedies de los años 30 no aparecen en demasiadas listas de las mejores
películas de la historia, pero son consideradas obras culturalmente
legítimas. La costilla de Adán, La fiera de mi niña o Historias
de Philadelphia son, por encima de todo, comedias románticas con una
arquitectura dialéctica que pocas películas tienen. El secreto era que los dos
personajes destinados a enamorarse (Katherine Hepburn y Cary Grant, Katherine
Hepburn y Spencer Tracy) hablaban al mismo ritmo y con frases de duración y
estructura paralelas, en un toma y daca musical en el que los enamorados no
competían por ser el más ingenioso sino que le dejaban al otro frases
brillantes en bandeja y, en definitiva, sacaban lo mejor el uno del otro. Esto
creaba un mundo privado entre ellos, como si hablasen un lenguaje propio,
que Pretty Woman homenajea con algunos de los diálogos más memorables
del cine reciente.
Sin embargo, Pretty
Woman nunca ha sido particularmente alabada por su guion y en su lugar se
utilizan piropos abstractos como “magia”, “encanto” o “carisma”. Su única
nominación al Oscar fue para Julia Roberts (perdió contra Kathy Bates por Misery),
mientras que en la categoría de mejor guión original estuvieron nominadas la
ganadora Ghost, Alice, Avalon, Metropolitan y hasta
una comedia romántica que no era Pretty Woman, Matrimonio de
conveniencia. El guion de Pretty Woman ni se ha escrito solo ni es
fruto de la magia ni funciona por apelar al amor cursi idealizado. Funciona
porque es una maquina precisa tan bien engrasada que parece que arte de magia.
Y eso es gracias a su director, Garry Marshall, que también se encargó de
la reescritura del guión.
El guión original,
titulado 3.000 $ en referencia al precio que Edward paga por Vivian, era un
drama truculento en el que “todo, menos besar en la boca” era “todo, menos por
el culo”, en el que en vez pillar a Vivian pasándose el hilo dental Edward la
pillaba fumando crack y le daba 1.000 dólares más a cambio de que no se drogase
en toda la semana y en el que al final el cliente arrojaba a la prostituta de
su limusina en marcha y ella se gastaba el dinero yéndose a Disneylandia con su
amiga Kit de Luca. A Disney, que distribuía la película a través de su
filial para cine adulto Touchstone (fundada en 1984 para distribuir Un,
dos, tres... splash), le horrorizó la idea de insinuar que en su parque
temático dejaban entrar furcias y pidió una reescritura total. Así fue como
3000 $ se convirtió en Pretty Woman.
La película no
puede ser más transparente en su fantasía. El narrador, un hombre negro que
abre y cierra la película exclamando “Todo el mundo tiene un sueño, ¿cuál es el
suyo? Esto es Hollywood y aquí los sueños se cumplen”, tiene la misma función
que el libro que se abría al principio de La bella durmiente y se
cerraba al final: encuadrar la historia en una dimensión de fantasía.
Pedirle responsabilidades sociales a Pretty Woman, por tanto, resulta tan
injusto como inútil. La película se beneficia de una sucesión de artimañas para
que el público entre en la historia de amor y olvide detalles tan sórdidos como
que la trama empiece con una prostituta, María la flaca, muerta en un
contenedor, o que cuando Edward cree que Vivian se está drogando ella se
defiende aclarando que dejó las drogas a los 14 años. A los 14 años.
Precisamente la escena el hilo dental es una de las que mejor explica la
eficacia de Pretty Woman. Ella pone el
orgullo y él pone el prejuicio. Es normal que Edward sospeche que Vivian se
está drogando, al fin y al cabo es una fulana que no conoce de nada y los
ochenta casi no habían terminado, pero en ese momento el espectador se da
cuenta de lo triste que sería que efectivamente Vivian se estuviera drogando.
El espectador ya está dentro de la película. La escena acaba con ella
pidiéndole que la deje sola, porque le da vergüenza que la mire mientras se
limpia los dientes, y su relación ya no es mercantil sino doméstica: el
siguiente plano es de Vivian mirando la televisión en el suelo mientras Edward
termina unas gestiones. Ya son marido y mujer. Pero no veremos su primer coito
porque todavía no es sexo romántico.
El polvo que Garry
Marshall sí muestra es el primero que echan en calidad ya de pareja enamorada:
ella sale del baño en camisón echándose crema hidratante en la cara y descubre
que él se ha quedado dormido (una estampa costumbrista), así que decide besarlo
por primera vez y la cámara los sigue observando, pero ahora desde detrás del
cabecero. La intimidad de Edward y Vivian es total. Y se ha construido no solo
en su relación física sino en instantes como ella haciéndole el nudo de la
corbata mientras él le explica, en resumen, en qué consiste el capitalismo
(“compro empresas para dividirlas y venderlas por partes”) y ella lo resume
todavía más: “o sea, que no construyes nada”. Tan marital es su intimidad que
cuando ella le reprocha que le está haciendo sentir como una puta y él le
recuerda “es que eres una puta”, esa réplica resulta brusca: el
espectador, como la propia Vivian, se había olvidado de que era una prostituta.
Y ella explica muy bien por qué: “Llevar ese vestido tan elegante me ha
hecho bajar la guardia”.
Pocas películas
pueden presumir de que todos sus diseños de vestuario hayan pasado la historia
de la cultura popular como Pretty Woman.
Los
ocho looks de Vivian perviven en la memoria sentimental de millones de
espectadores porque cada uno tiene un valor simbólico, narrativo y
estético propio. Tom Fitzgerald y Lorenzo Marquez escribieron
un ensayo sobre el ropero de Vivian, desde su uniforme de trabajo (un vestido
de licra con dos piezas unidas por una anilla: azul y blanco, que con la
cazadora roja convierten a Vivian en una simbólica bandera estadounidense)
hasta cada una de las transformaciones a las que ella se somete como una Barbie
a la que todo le queda bien.
“El primer cambio de look de Vivian es un vestido
de encaje negro, el mismo tejido de su ropa interior en su primer encuentro.
Esta es la estética con la que ella asume que Edward quiere verla: refinada,
pero sexual. En todas sus citas Vivian llevará guantes, un accesorio que ya
estaba pasado de moda en 1990 pero que evocaba una estética universalmente
asociada con la clase alta conservadora” analiza el ensayo. “Cuando Vivian se
siente humillada y amenaza con irse, acaba quedándose bajo la condición de que
Edward la respete. A partir de ese momento seguirá vistiéndose como una dama
pero con colores chillones, reafirmando así su personalidad. El vestido para ir
la ópera hace que Vivian parezca una tarjeta de San Valentín gigante. Todo
en ese atuendo, desde el color hasta el peinado y las joyas de diamantes con
forma de corazón, son símbolos del amor en la cultura de consumo. Sus guantes
son extremadamente largos, porque ha alcanzado la cima de su aristocracia, pero
el rojo brillante hace que destaque por encima del resto de personas grises que
rodean a Edward en su día a día”. Cuando Edward se reúne con el anciano Morse,
representante de una América que todavía construía cosas en vez de especular
con ellas, todo en esa oficina es de color gris.
Porque uno de los
aspectos que los detractores de Pretty Woman siempre pasan por alto
es que no solo Edward refina a Vivian, sino que ella lo cambia a él por
completo. Lo único que él tiene y de lo que ella carece es de dinero, lo cual
en la sociedad en la que ellos (y los espectadores) viven es determinante.
La
transformación de Vivian es solo estética, mientras que Edward cambia por
completo de personalidad, de valores y de escala de prioridades gracias a ella.
Tal y como concluye Vivian al final, “ella lo salvó a él”. Reducir la película
a “trata sobre un cliente que moldea a su prostituta con vestidos caros”
implica que Edward es mejor que Vivian y que ella necesita que la eduquen, dos
cosas que la película ni cree ni hace en ningún momento. Simplemente se limita
a narrar el sueño americano, que dicta que para triunfar en al vida hay que
empezar por vestirse como un triunfador. Y si no que se lo digan a Aladdín.
El guión está lleno
de cebos para que el espectador se involucre en ese relato. Sabemos que Vivian
es resolutiva porque usa sus botas altas, en las que ha reemplazado la cremallera
con un imperdible, para llevar el dinero y los condones. Esto deja claro que es
una chica sana: en plena crisis del sida, tan solo tres años antes había sido
noticia que Tom Hanks sacase una caja de condones en Dos
sabuesos despistados porque Hollywood nunca sacaba condones en sus
películas. Sabemos todo lo que necesitamos saber de Edward con su
filosofía de coger la habitación o el palco más altos, a pesar de tener miedo a
las alturas, porque son los más caros. Sabemos que Vivian es empática porque le
basta una cena para comprender que a Edward le cae demasiado bien el señor
Morse para comprar y destruir su empresa. Sabemos que es sensible porque llora
en la ópera, pero también que esa sensibilidad no le impide ser espontánea
cuando exclama “por poco me meo de gusto en las bragas” (aquí la traducción
española salió ganando). Sabemos que es generosa porque lo primero que hace
cuando Edward le da 300 dólares es dejárselos en recepción a Kit (“50 dólares
abuelo, por 75 la vieja puede mirar”), que está en la película para que la
vulgaridad de Vivian parezca, por contraste, poesía renacentista. El guión
de Pretty Woman, estructurado en citas para que el espectador sepa el qué
pero no quiera perderse el cómo, cuida cada detalle con cariño: Vivian confesando
que cuando la gente te rebaja mucho te lo acabas creyendo, que lloró sin parar
durante su primer encuentro con un cliente y que se acabó haciendo una lista de
clientes habituales (es una prostituta de confianza); Kit recordando que a
veces esas historias salen bien, quizá no a María la flaca, pero sí a
“Putanieves” (que alguien le ponga una calle al traductor de aquel doblaje); o
la obstinación de Vivian por decidir quién, cuándo y cuánto y por vivir “el
cuento de hadas”, negándose a la propuesta inicial de Edward de “hey nena, te
voy a poner un pisazo”. Y esto no convierte a Vivian en un símbolo del
empoderamiento femenino, porque no tiene por qué serlo en absoluto, en
todo caso es un símbolo de la supervivencia. Pero lo que importa es que Vivian
es un personaje portentoso. “Pretty Woman trata
sobre una prostituta que en realidad no lo es... es una joven brillante,
divertida y sana que además es preciosa” explicaba Vincent Canby en
el New York Times en su estreno. “Y encima tenemos creernos que es sensible
porque se emociona en la ópera” coincidía Janet Maslin en el mismo
periódico. Estos ataques rezuman unos prejuicios contra las prostitutas
(¿acaso no pueden ser brillantes, divertidas, sanas, preciosas o sensibles?)
que la película no tiene. Son frases que perfectamente podrían pronunciar la
dependienta cruel o el abogado depredador de Edward. Por supuesto que Edward es
paternalista con Vivian, pero la película no es paternalista con Vivian y para
paternalismo el de los críticos que sienten la necesidad de proteger al gran
público de comedias románticas que les inculquen expectativas equivocadas en
torno al amor, la escalada social o la prostitución. El público sabe disfrutar
de los cuentos de hadas y distinguirlos del mundo real.
Puedes ilusionarte
con las emociones (y los vestidos) de Pretty Woman sin que eso te
identifique como ser humano, sin aprobar el mensaje superficial de la película
y sin que disfrutar de ella diga nada de ti excepto que te gustan las películas
ingeniosas, entrañables y entretenidas. Pretty Woman tiene unos
valores cinematográficos (su guion lleno de detalles, la simbología de su
vestuario, su discurso de clase y eficiencia profesional) que la redondean como
una obra maestra de su género. Pero ese género la condena a llevar un estigma
de “placer culpable”. Lo de placer, 30 años después, ya está fuera de toda
duda. Y a tenor de las audiencias que sigue haciendo y el lugar que sigue
ocupando en la historia de la cultura popular, culpabilidad ninguna.