Cuando el arte europeo se llenó de odaliscas ( y de prejuicios )
Hubo un momento en
que Oriente se puso de moda. Para los europeos del siglo XIX era lo misterioso,
lo desconocido, lo Otro. Por eso el arte se llenó de insinuantes odaliscas,
hombres de piel atezada y mirada torva y ruinosas arquitecturas de arcos
lobulados. Orientalismos.
Todo habría
comenzado con Napoleón, que durante su expedición militar a Egipto (1798-1800)
se llevó un puñado de artistas con el fin de documentar las maravillas
arqueológicas que las tropas francesas encontraban a su paso. La campaña
resultó un fracaso en lo militar, pero en lo artístico no se habría podido
soñar con un éxito más clamoroso. Las láminas que realizó el dibujante Vivant
Denon sobre los monumentos faraónicos desencadenaron en el continente
europeo una repentina fiebre por la egiptología, y más allá de eso una
curiosidad renovada por todo lo que tuviera que ver con el próximo Oriente.
De: Viajeros en el Bajo y Alto Egipto Vivant Denon.
Pintores como Delacroix, Chasseriau, Jean-Léon Gerôme o el español Mariano Fortuny se apuntaron entusiasmados a la tendencia. Y de entre todos destacó Jean-Auguste-Dominique Ingres, el mejor pintor romántico francés y uno de los artistas más originales de aquellos tiempos.
De: Viajeros en el Bajo y Alto Egipto Vivant Denon.
Pintores como Delacroix, Chasseriau, Jean-Léon Gerôme o el español Mariano Fortuny se apuntaron entusiasmados a la tendencia. Y de entre todos destacó Jean-Auguste-Dominique Ingres, el mejor pintor romántico francés y uno de los artistas más originales de aquellos tiempos.
Ingres: La gran Odalisca ( 1814 )
Ingres decidió
centrarse en el tema de las odaliscas, las sirvientas de los harenes turcos, a
las que retrató con formas anatómicamente imposibles, escasez de ropa y
profusión escenográfica. Lo asombroso del caso es que Ingres jamás pisó
África ni Oriente, de manera que sus representaciones del serrallo se basaban
únicamente en la literatura y en su propia imaginación, bastante desatada y
decididamente calenturienta.
Porque una cuestión esencial es que el Orientalismo se basa en el desconocimiento de la realidad que pretende invocar. Todo sea por la pervivencia del misterio. El crítico e investigador palestino-americano Edward W. Said publicó en 1978 Orientalismo, el libro que básicamente lo decía todo sobre el asunto y que ponía sobre la mesa los prejuicios que nunca han dejado de planear sobre el modo en que la cultura occidental percibe y representa la oriental. Porque en realidad nos interesa mantenerlos. Para nosotros, ellos son arbitrarios, débiles, crueles, infantiles, ignorantes y esclavos de la sensualidad, lo que por comparación nos convierte en racionales, fuertes, piadosos, maduros, cultos y llenos de templanza.
Y, lo que resulta
aún más fascinante, Said destapaba en su libro cómo las elites gobernantes del
Medio Oriente internalizaron esos mismos prejuicios originarios de Europa
extendiéndolos a sus propios países.
Esto habría sido
así no ya desde el siglo XIX, sino desde tiempos tan lejanos como los de los
autores griegos Esquilo (Los persas, sobre la derrota de Persia en
las guerras médicas) y Eurípides (Medea, la historia de una mujer del
este, una hechicera que por despecho mata a sus propios hijos). Oriente
significaba irracionalidad y barbarie, pero también estaba pintado con la
negrura del misterio y el brillo de la opulencia. Mucho después, con el auge
del imperio Otomano, el turco se convertiría en un poderoso enemigo ante el que
se reaccionaba con la misma ambivalencia: en el siglo XVI, el sultán Solimán
el Magnífico era uno de los grandes antagonistas del emperador Carlos
V, lo que no impidió que también lo retratara Tiziano, el pintor más
codiciado por las cortes reales del momento. Así que había precedentes.
Tórtola Valencia. de Penagos.
Improvisación africana : Vasily Kandinsky
Improvisación africana : Vasily Kandinsky
Improvisación africana : Vasily Kandinsky
Ver en un callejón
August Macke
De alguna forma, el proceso de descolonización –traumático
para la metrópoli, como para las colonias lo había sido antes la colonización–
supuso la entrada en otra fase en la relación entre ambas partes.
Sin embargo, los
prejuicios no han desaparecido. Muy al contrario, sigue ocurriendo hoy en día. La publicidad todavía
incorpora muchos de esos tópicos nacidos en el siglo XIX.
No son pocos los productos de la sociedad de consumo que han tratado de seducirnos invocando los tópicos del misterio oriental: pensemos en los modelos de alta costura de Paul Poiret y sus “pantalones harem” (que vuelven cíclicamente a las tiendas de moda), en el perfume Shalimar de Guerlain, en los clásicos anuncios de desodorantes ambientados en la casbah o en las películas sobre jeques y harenes, desde El Caíd, con Rodolfo Valentino (1921) hasta Harem (1985), donde Nastassja Kinski era raptada para convertirse en la concubina de un gobernante del Golfo Pérsico (un Ben Kingsley intensamente maquillado).
The Sheik (1921) Rudolph Valentino
Algunos prejuicios permanecen idénticos, y otros se han adaptado a los tiempos. Además de sensualidad y decadencia, para la mente occidental Oriente también ha significado peligro. Y hoy este peligro adopta la forma de la amenaza terrorista. “Si nosotros somos activos, ellos son pasivos. Pero además, si nosotros somos racionales, ellos son irracionales. Así que esa pasividad se convierte a nuestros ojos en una violencia gratuita que no logramos entender”. Quizá no sea tampoco casual que el coronavirus, la amenaza sanitaria de la que ahora todos vivimos pendientes, se asocie con un origen oriental.
Porque el
Orientalismo, más que solo de Oriente, habla de todos nosotros. De nuestras
fantasías y de nuestros miedos, que finalmente nos hacen ser lo que somos.
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