Más fuertes y mejores
Rosa Montero.
Imagen: André Kertés
Mientras escribo estas líneas, puedo ver junto a mí los
desalentadores montoncitos de libros que se empiezan a acumular, como
torres truncadas, en el suelo de mi despacho. Ya no me caben en las
baldas y no sé dónde meterlos. Aunque hace ya mucho que perdí el respeto
reverencial a los libros y, después de leerlos, suelo desprenderme de
la mayoría, la cantidad de volúmenes que tengo crece como la espuma,
porque me regalan muchos y, mea culpa, sigo comprando bastantes
(menos mal que existen las versiones electrónicas). A veces pienso que
se están convirtiendo en una especie de virus invasor y hasta llego a
detestarlos durante unos instantes. Luego, claro, se me pasa corriendo.
¿Qué haría yo sin libros? Son y siempre han sido mi mejor amuleto ante
los desasosiegos de la vida. En el dolor, en la ansiedad, en las esperas
y las desesperaciones, si cuentas con una buena lectura estás al menos
en parte protegido. Recuerdo perfectamente las obras que leí en algunos
momentos especialmente penosos; en enfermedades propias, por ejemplo, o
en esperas hospitalarias de enfermedades ajenas. Son libros que me
ayudaron a atravesar esos tiempos oscuros, los estrechos desfiladeros de
la vida; a decir verdad, pienso en ellos como si fueran mis amigos.
Sé, por otra parte, que esto que me sucede a mí le ocurre a muchos.
El grupo editorial italiano Mauri Spagnol y el Centro de Estudios de
Mercado y Relaciones Industriales de la Universidad de Roma publicaron
hace poco los resultados de una investigación curiosísima: estudiaron si
la lectura tiene algún efecto en el bienestar de las personas. Tomaron
una muestra de 1.100 individuos, los dividieron en dos grupos, lectores y
no lectores, y les aplicaron tres conocidos protocolos para calibrar el
índice de satisfacción con la vida, según la autovaloración de los
sujetos. En una escala del uno, lo peor, al diez, lo mejor, los 1.100
individuos se dieron, como media, una nota de felicidad por encima del
siete. Esto ya es sorprendente en sí, o al menos a mí siempre me
sorprende que, cuando le pides a la gente que puntúe su nivel de
felicidad, todos los estudios suelen dar unas notas bastante altas, de
notable para arriba. Y es que el ser humano es una criatura vitalista,
adaptativa y tenaz. Pero lo novedoso de esta investigación es que los
lectores superaron a los no lectores en todos los apartados por cerca de
medio punto: se sentían más dichosos y experimentaban más a menudo
emociones positivas. Resumiendo: parece que leer te ayuda a ser más
feliz. Cosa que desde luego no me extraña.
Siempre me han dado pena las personas que no leen. Y no porque sean
más incultas y menos libres, aunque es bastante probable que sea así.
No, las compadezco porque creo que viven mucho menos. Leer es entrar en
otras existencias, viajar a otros mundos, experimentar otras realidades.
Y además, ¡qué inmensa soledad la de quien no lee! Porque la literatura
nos une con el resto de los habitantes de este planeta, nos hermana con
la humanidad entera, más allá del tiempo y el espacio. Podemos
experimentar las mismas emociones que un escritor inglés del siglo XVI o
que una autora contemporánea de la remota Nueva Guinea. Y al fundirnos
con los demás, al salir de nosotros mismos, salimos también por un
instante de nuestra muerte, que nos espera enroscada en la barriga. Leer
te hace inmortal.
Hay dos fotos antiguas en blanco y negro que me parecen maravillosas y
que son un ejemplo de esa fuerza benéfica de la literatura. Una es de
André Kertész y muestra una ancianita en camisón sentada en una cama de
madera, un mamotreto viejo con dosel. La instantánea fue tomada en el
asilo de Beaune (Francia) en 1929, así que la mujer era una asilada,
probablemente sola, enferma y pobre, una vieja sitiada por la muerte.
Pero tiene un libro en las manos y está embebida en él. Lee, de perfil,
con serena y perfecta placidez. Qué invulnerable se la ve, protegida por
el gran talismán de la lectura. Toda ella luz dentro del barquito de su
cama en mitad de un océano de tinieblas.
La otra foto es bastante conocida*: la biblioteca de Holland House, en Londres, tras los bombardeos de 1940. El techo del edificio se ha derrumbado pero las paredes, repletas de libros, se mantienen en pie. Aquí y allá hay tres hombres con abrigo y sombrero que, subidos a la inestable pila de escombros, miran los lomos de las estanterías u hojean algún volumen. A mí esta foto siempre me ha parecido un emblema de la esperanza, de la capacidad de supervivencia de los humanos. En lo más aterrador de la pesadilla nazi, cuando parecía que el infierno triunfaba, esos hombres buscaban en la hermandad lectora con el resto de la humanidad las fuerzas suficientes para seguir resistiendo. Esta es la magia de la literatura: nos hace ser más fuertes y mejores.
*La foto de varios hombres,
ataviados con su abrigo y gorro, echando un vistazo a los estantes que han
sobrevivido a las explosiones se ha convertido en una de esas imágenes
icónicas. La imagen, sobra decirlo, es una impostura que realizó el estudio Fox
Photos (una agencia de prensa británica) en entre 1940 y 1941 (seguramente
alguien con conocimientos más profundos sobre la cuestión podrá dar una fecha
más concreta, pero la datación varía).