Rómulo Macció: el gran maestro
Loreley Gaffoglio
El viaje.(60x70) Acrílico sobre tela.
Rómulo Macció, uno de los más
notables maestros del arte argentino, protagonista indiscutido de lo mejor de
la tradición pictórica continental, falleció en Buenos Aires, a causa de un
infarto masivo. Macció, que el 29 de abril iba a cumplir 85 años y gozaba de
buena salud, acababa de regresar de Uruguay.
La última voluntad del pintor
-incansable reivindicador de la pintura como máxima expresión de las artes
visuales y eternamente arrobado por la "ciencia oculta que supone el acto
físico de desplazar el "jugo del pincel"- era que sus restos
descansaran en Medinaceli, el pueblo de 500 habitantes en Castilla y León,
España, que frecuentaba desde hacía más de 30 años. Allí forjó amistades
entrañables y produjo buena parte de su obra, presente en los principales
museos y colecciones. Según pudo saber LA NACION, los cinco hijos de Macció
intentarán cumplir con su voluntad.
Vivir un poco cada Día (1963)
Témpera, grafito y acrílico sobre aglomerado
181,5 cm
Colección Museo Nacional de Bellas Artes
En busca de lo espontáneo
Pintor autodidacta, guiado por la
intuición y un talento innato, entrenado primero desde las artes gráficas como
publicitario, el de Macció fue uno de esos raros casos en que el éxito asomó
temprano y ya nunca más lo abandonó. A los 25 años debutó con una muestra
individual en la galería Galatea. Un año más tarde integró el grupo de los
siete pintores abstractos y formó luego parte del Grupo Boa, que integraban
Clorindo Testa y Rogelio Polesello.
Pero el germen de su consagración
definitiva sobrevino cuando en 1961, junto con Felipe Noé, Jorge de la Vega y
Ernesto Deira, creó el grupo Otra Figuración. Una sintaxis que incluía en la
abstracción a la figura humana renovada, y deformada. Ese replanteo, siempre
alejado de la idea de belleza -o como la llamaba Macció de la pintura
"bonita, rosa bombón"-, se plasmó mediante gestos pictóricos
grandilocuentes, que incluían chorreaduras, manchas, garabatos y festines
cromáticos con abundante carga matérica. Era una forma de reivindicación del
gesto espontáneo de pintar, como hacía el informalismo y elaction painting. De
los cuatro, fue Macció quien demostró un mayor apego al dibujo y a la
figuración formal, que algunos críticos han señalado como influencia de la
pintura de Francis Bacon.
La de 1960 fue una década clave,
que ratificó su éxito y selló su cosmopolitismo, como artista y como ciudadano
del mundo. Expuso en las bienales de San Pablo y de Venecia (a ambas volvería
20 años después), ganó el premio De Ridder y la Beca Guggenheim, viajó y se
instaló en Europa, pudo vivir de su pintura y alternó entre la neofiguración,
el surrealismo y el informalismo.
Macció, que vivió en Nueva York,
Londres, Madrid y París, todas ciudades que fueron parte de sus motivos
plásticos, siempre rechazó la crítica en las artes visuales. No había teoría,
según él, que pudiera explicar la obra de arte, únicamente regida por el
"me conmueve o no me conmueve".
"Soy mudo; por eso
pinto", solía bromear cuando se le pedía una apreciación estética. De la
misma manera, también descreía del arte conceptual, pedía que se dejara
descansar en paz a Duchamp; el arte performático le parecía casi una parodia y
excluía a la fotografía como una de las bellas artes. Se valía de esa
disciplina sólo como una forma de obtener bocetos para sus pinturas. Sin
embargo, el interés de curadores y coleccionistas por sus imágenes, tomadas con
cámara analógica, en las que se encomiaba la forma singularísima de mirar de
Macció, lo acercaron a su último proyecto: en noviembre se expondrán en Paris
Photo sus imágenes de Buenos Aires, intervenidas con pintura, en un diálogo
inédito con su colega mexicano Francisco Toledo.
"No pinto lo que veo, pinto
lo que quiero ver", dijo alguna vez sobre los motivos plásticos que
animaban sus cuadros, por lo general visiones de espacios que había observado
en algún momento junto con alguna otra imagen extemporánea. Pero Macció tenía
el don del artista excelso: hacer convivir en armonía dos elementos aparentemente
disímiles. Su última exposición, en la galería Vasari, estuvo dedicada a la
ciudad de Nueva York. Recreó en lienzos de gran formato escenas urbanas que,
esta vez, sin embargo, operaban como crónicas visuales de lo que había visto o
vivido una década atrás.
Sibarita, tímido, de un humor
irónico y refinado, Macció tenía algo de fobia social. No le gustaba la
sobreexposición y rechazaba la banalidad y las poses que a veces rodean al
mundo del arte.
"A vivir, que son dos
días", solía decir sobre lo corta que para él era la existencia. Y
enseguida completaba: "Mi peor enemigo es el calendario".
Macció durante la última feria arteBA, delante de una obra de Gómez Cornet,
un pintor que le gustaba.Foto:Maxie Amena
Texto: La Nación. Buenos Aires.
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