Tan completa o tan incompleta
Rosa Montero
Hace nueve años publiqué un artículo titulado Ni coja ni madre en el que criticaba la mirada
conmiserativa que caía sobre mí cada vez que la gente se enteraba de que no
tengo hijos. Como si carecer de descendencia fuera una mutilación existencial.
Ahora advierto que, con mi optimismo congénito, esperaba que la cosa fuera
mejorando con el tiempo. A fin de cuentas, es verdad que ha mejorado el nivel
de sexismo en las últimas décadas y se es menos machista que en mi juventud. Pero la obligatoriedad social de la maternidad parece seguir
siendo inexpugnable. Es más, yo diría que el mandato se ha recrudecido y es aún
peor, porque ahora casi todas las chicas vuelven a tener hijos.
Hubo una generación de mujeres que,
consciente o inconscientemente, dejamos la maternidad a un lado. Para muchas de
nosotras no fue nunca una opción: creo que ni siquiera escogimos no ser madres,
es que no lo teníamos como prioridad y los años se nos fueron pasando. Hablo de
la época en la que tanto España como Italia estábamos a la cabeza de los países
con menor natalidad del mundo. Y seguro que no fue casual que lideráramos la
lista dos sociedades que habíamos sido especialmente machistas hasta hacía muy
poco, y que habíamos evolucionado en este aspecto muy deprisa. Mi teoría es que
hubo una generación de madres atrapadas en el estereotipo de una educación
tradicional que vieron cómo el mundo cambiaba ante sus ojos, aunque demasiado
tarde para que ellas lo pudieran aprovechar. Creo que la falta de interés
reproductor que tantas mujeres de mi edad hemos mostrado fue el resultado del
poderoso susurro de esas madres: no te encadenes, no tengas hijos, haz todo lo
que yo no pude hacer.
Las chicas nacidas en la democracia, en cambio, no tienen que soportar ese mandato materno sobre sus hombros y, en consecuencia, volver a tener hijos es lo habitual. Me parece muy bien, porque son mucho más libres para escoger, pero lo que no me parece bien es que regrese intacta la idea de la maternidad como culminación de la mujer y que las no madres seamos vistas cada vez más como una anomalía. Cuando lo que es claramente anómalo es que a los hombres nunca o casi nunca se les pregunte si tienen hijos, mientras que a las mujeres se nos interrogue una y otra vez sobre lo mismo.
¡Y qué efectos tan devastadores produce la pregunta en la concurrencia! Pongamos que hay un grupo de personas que se conocen poco, gorjeando con liviandad sobre temas pequeños, y de pronto alguien te dice alegremente: "¿Tienes hijos?". La respuesta a eso es un simple no, pero claro, yo ya soy mayor, tengo una edad irreversible, es un no lapidario que borra de un brochazo todos mis potenciales vástagos e incluso, a estas alturas, mis potenciales nietos. O sea, una multitud potencial que se desvanece. Así que ese monosílabo cae como una bomba de neutrones y la gente se congela en torno a ti como esperando que sigas explicándote. Que les digas, "no pude tener hijos", o bien, "padezco una enfermedad genética que no quise transmitir", o incluso algo definitivo como "soy un transexual" o "soy virgen"… No sé, todo el mundo parece aguardar una justificación razonable de tan aberrante realidad.
No estoy exagerando lo más mínimo. Me ha vuelto a suceder hace nada en Francia, en un entorno intelectual, joven y progresista. Llega la pregunta y tú contestas no, qué respuesta más simple y más sencilla. Pero siempre, absolutamente siempre, la conversación se detiene durante unos microsegundos incomodísimos y, por más que intento aferrarme tozudamente al monosílabo y a la ligereza y no añadir ni una palabra más, a menudo todos terminamos soltando tres o cuatro lugares comunes sobre la maternidad. Lo que más me desconsuela, pobrecitas, son esas mujeres que se sienten obligadas a decir: "Ah, claro, por supuesto, no importa, da igual tener hijos o no", una obviedad tan evidente que su sola formulación resulta chirriante, como si quisieran aliviar la pena tremenda de tu triste situación; o como si te vieran como un monstruo, pongamos como un cíclope, y dijeran, ah, pero no te preocupes, no pasa nada, tener un único ojo en mitad de la frente está bien y además solo necesitas una lentilla. Tanto apresuramiento en celebrarte te convence justamente de lo contrario, de que sí pasa mucho, de que los profundos estereotipos de género siguen pesando como bolas de plomo en nuestro cerebro y de que, muy al fondo, se sigue creyendo que la mujer que no es madre no es del todo mujer. Y a estas alturas de la vida yo ya no sé cómo explicar que, aunque tener hijos debe de ser una experiencia formidable, yo me siento tan completa o tan incompleta como cualquier persona.
Las chicas nacidas en la democracia, en cambio, no tienen que soportar ese mandato materno sobre sus hombros y, en consecuencia, volver a tener hijos es lo habitual. Me parece muy bien, porque son mucho más libres para escoger, pero lo que no me parece bien es que regrese intacta la idea de la maternidad como culminación de la mujer y que las no madres seamos vistas cada vez más como una anomalía. Cuando lo que es claramente anómalo es que a los hombres nunca o casi nunca se les pregunte si tienen hijos, mientras que a las mujeres se nos interrogue una y otra vez sobre lo mismo.
¡Y qué efectos tan devastadores produce la pregunta en la concurrencia! Pongamos que hay un grupo de personas que se conocen poco, gorjeando con liviandad sobre temas pequeños, y de pronto alguien te dice alegremente: "¿Tienes hijos?". La respuesta a eso es un simple no, pero claro, yo ya soy mayor, tengo una edad irreversible, es un no lapidario que borra de un brochazo todos mis potenciales vástagos e incluso, a estas alturas, mis potenciales nietos. O sea, una multitud potencial que se desvanece. Así que ese monosílabo cae como una bomba de neutrones y la gente se congela en torno a ti como esperando que sigas explicándote. Que les digas, "no pude tener hijos", o bien, "padezco una enfermedad genética que no quise transmitir", o incluso algo definitivo como "soy un transexual" o "soy virgen"… No sé, todo el mundo parece aguardar una justificación razonable de tan aberrante realidad.
No estoy exagerando lo más mínimo. Me ha vuelto a suceder hace nada en Francia, en un entorno intelectual, joven y progresista. Llega la pregunta y tú contestas no, qué respuesta más simple y más sencilla. Pero siempre, absolutamente siempre, la conversación se detiene durante unos microsegundos incomodísimos y, por más que intento aferrarme tozudamente al monosílabo y a la ligereza y no añadir ni una palabra más, a menudo todos terminamos soltando tres o cuatro lugares comunes sobre la maternidad. Lo que más me desconsuela, pobrecitas, son esas mujeres que se sienten obligadas a decir: "Ah, claro, por supuesto, no importa, da igual tener hijos o no", una obviedad tan evidente que su sola formulación resulta chirriante, como si quisieran aliviar la pena tremenda de tu triste situación; o como si te vieran como un monstruo, pongamos como un cíclope, y dijeran, ah, pero no te preocupes, no pasa nada, tener un único ojo en mitad de la frente está bien y además solo necesitas una lentilla. Tanto apresuramiento en celebrarte te convence justamente de lo contrario, de que sí pasa mucho, de que los profundos estereotipos de género siguen pesando como bolas de plomo en nuestro cerebro y de que, muy al fondo, se sigue creyendo que la mujer que no es madre no es del todo mujer. Y a estas alturas de la vida yo ya no sé cómo explicar que, aunque tener hijos debe de ser una experiencia formidable, yo me siento tan completa o tan incompleta como cualquier persona.
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