Memorias de un bajón.
Mateo Sörenson *
No supe si fue el alcohol o el cansancio (sospechaba de ambos) pero me di cuenta inmediatamente de que no estaba en completo uso de mis facultades. Me puse en pie trastabillando y malabareando con el vaso de cerveza negra medio lleno. Me invadió una extraña sensación de conformidad por no haberlo volcado. Una especie de orgullo alcohólico, imbécil y conformista. Alguna banda que otrora admirase sonaba implacable en los parlantes del bar, pero yo ya estaba decidido a irme así que saludé con gestos a los pibes y me fui antes de que comenzaran a reclamar que me quede. Zigzagueé por diagonal 74 hasta 9 y ahí doble a la izquierda, en dirección a 44. “Ya llego” pensé intranquilo sabiendo que las pocas cuadras que me quedaban por recorrer eran las menos iluminadas del camino. No sé si era de frio o de miedo, pero lo cierto es que las manos me temblaban cuando conté los últimos pesos de mi billetera y constaté que me alcanzaba justo para un chori. Tenía que desviarme una cuadra de mi recorrido, hacia 44 y 10, pero llegar a casa y que no hubiese nada en la heladera para aplacar a mi estómago solo iba a hacer peor una resaca ya inevitable.
Llegué a la esquina de 44 y 9 justo a tiempo para presenciar una de las apariciones más inverosímiles en mi no tan extensa vida. Allí estaba, bajando (con cierta dificultad) de un taxi cuyos amortiguadores traseros casi salen disparados al verse liberados de tal lastre, Elisa María Avelina Carrió. Desconfié de mis ojos por unos instantes, pero su figura, el brillo de su redonda cara excedida en maquillaje y su tintura platinada eran inconfundibles. Que hacía la diputada nacional en la ciudad de las diagonales en la madrugada de un viernes es un misterio que no resolveré en mi vida. Pero cuando el viento trajo el aroma de la improvisada parrilla 100 metros más allá pude ver como su rostro mutó; generalmente apacible (como si estuviera bajo el efecto de opiáceos) se transformó en el rostro de la fiera más descarnada. Cruzamos miradas y fue como enfrentar a la más salvaje de las bestias. Con un aullido gutural que aún no termino de descifrar (creo que lo que dijo fue algo así como “miooooooo”, pero también puede haber sido solo una onomatopeya sin sentido fruto del éxtasis olfativo), se lanzó calle abajo en dirección al puesto de chori, no sin antes propinarme sendo puntapié y ganar unos metros de ventaja. Tardé en comprender lo que pasaba: su olfato estaba tan agudizado que había detectado que solo quedaba un choripán. “Que me perdone la honorable legisladora” pensé “pero de inanición no va a morir si yo me como ese chori”. Me puse en pie de un salto y eché a correr tan rápido como se puede correr un viernes a las 6 de la mañana después de vaya uno a saber cuántas cervezas y cuantas horas de pie. No era suficiente. Apreté el paso pero ella ya estaba a unos 30 metros del puesto, mientras que yo no había avanzado ni hasta la mitad de la cuadra. No seré Usain Bolt pero, por el amor de Charles Darwin, no podía perder esa carrera. Aceleré todo lo que mis jeans me lo permitían, a pesar de sentir mis sedentarios músculos acalambrarse con cada zancada. Mis zapatillas de lona me hacían rechinar los dientes de dolor en cada impacto contra el piso, pero me motivaba ver que ella se estaba cansando y había bajado su considerable velocidad y se desplazaba ahora de una manera más acorde a sus 61 años.
La alcancé en los últimos 5 metros pero no tuve tiempo para saborear mi victoria porque, incapaz de detenerse, se abalanzó sobre el chori llevándome puesto en el camino y arrojándome sobre la parrilla incandescente. Dudo que el puestero vuelva a ver alguna vez una imagen semejante en su vida: un joven borracho retorciéndose en el suelo para sacudirse las brasas de la parrilla derrumbada, una diputada nacional encima al borde del ataque cardíaco y un solitario chorizo, de origen dudoso, rodando triunfal hacia la libertad de las alcantarillas.
* Ciudad de La Plata. Buenos Aires. Argentina
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