El mundo Mundial 32: Liberté, Egalité, Mbappé
Martín Caparrós
BUENOS AIRES — Fuimos más de mil
millones. Dicen que en ese momento éramos más de mil millones de personas en el
mundo mirándolo al unísono: no hay, en la historia de la humanidad, ningún
momento registrado en el que más de mil millones de personas hayan hecho lo
mismo al mismo tiempo. Hace un rato lo hicimos —y, para perplejidad de la
historia futura, lo que hicimos fue mirar ese partido—.
Éramos mil millones y era el minuto 65, la
final parecía definida y el nuevo Joven Maravilla hizo su parte. Lucas Hernández
—el lateral izquierdo suplente de
Francia— subió la pelota gambeteando por su costado desde su área hasta el área
croata y, a esa altura, se la pasó al centro a Kylian Mbappé, quien la paró, la
midió y la colocó a la derecha del arquero croata. Fue un gol frío, casi
desdeñoso: el gol de quien se cree muchas cosas. El gol que la industria
precisaba para terminar de convertir al nuevo J. M. en su mejor producto de los
próximos años.
Hasta ahí, el partido había tenido casi todo.
Era una síntesis de este Mundial raro: los goles de pelota parada, el videoarbitraje (VAR), el penal, la posesión inútil y el contragolpe lucrativo. Croacia
había salido a hacer honor a su fama de ardor, tesón a toda prueba —“huevos”,
en argentino básico—, y lo hizo mientras le duró el gas. Durante el primer
tiempo los croatas tuvieron la pelota mucho más, amenazaron mucho más,
arrinconaron al contrario —y terminaron perdiendo 2 a 1—.
Francia, en ese primer tiempo, fue un prodigio
raro: lo ganó sin patear ni un solo tiro al arco. Su primer gol fue un foul que
Mandzukic, el nueve croata, cabeceó hacia atrás. Su segundo —tras el empate
breve de Croacia, otro efecto de la pelota parada— fue un penal que cobró,
después de largo VAR, el argentino Pitana y que el casi uruguayo Griezmann
convirtió tan tranquilo.
Pero el segundo tiempo se anunciaba reñido.
Croacia debía echar el resto, solo que ya no tenía resto. Sus ataques no
llevaban peligro, Rakitic se enredaba, Modric no encontraba a quién habilitar
con esos pases de cachetada que, a partir de mañana, imitarán millones de
muchachos en África y América. Y tampoco conseguía presionar y Francia
aprovechó: entre Pogba —quien consiguió patear dos
veces en el área croata, una con la derecha y la segunda con la
izquierda— y Mbappé, pusieron a su equipo 4 a 1. Desde aquella final de México 1970—para muchos, el mejor partido de la
historia— que no pasaba nada semejante.
(Entonces, para amenizar, entraron al
campo chicas de Pussy Riot vestidas de policías para
protestar contra el régimen de Putin y la verdadera policía las sacó enseguida
y la televisión logró no mostrar nada: que nadie supiera qué pasaba. Las Pussy
pedían, entre otras cosas, la liberación de todos los presos políticos. Pero el
Mundial fue, también, un gran éxito de relaciones públicas putinistas: Rusia
mostró una fachada sonriente y tolerante que muy pocos periodistas intentaron
penetrar).
Después el partido siguió y el arquero
francés, Lloris, también se creyó algo: se quiso hacer el vivo y regaló un gol
tonto. Croacia se ponía 2 a 4 y alentaba vanas esperanzas. Al final Francia
ganó cómoda, tranquila, como no había ganado ningún otro partido del torneo, y
se quedó con él. Lo merece: tiene un arquero —Lloris— que la salvó más de una
vez, dos centrales extraordinarios —Varane, Umtiti— que devolvieron todo, dos
laterales —Pavard, Hernández— que se anunciaban como su punto flaco y fueron
impasables y, a veces, decisivos en ataque; Argentina es testigo.
También tiene un medio campo sostenido por un
trabajador recalcitrante por el medio —Kanté— y un volante laborioso con
llegada —Matuidi—, todo controlado por la mirada tranquila y el pase seguro de
Pogba, que llegaba bajo y se fue alto. Arriba tuvo un par de fiascos: Giroud,
su nueve, no pateó un tiro al arco en todo el campeonato;
Dembelé, el chico de los 105 millones de euros, jugó menos de un partido. Pero
tiene un artista incansable –Griezmann–, tan elegante como esforzado, y, claro,
el Joven Maravilla.
El Mundial de Rusia fue un gran cementerio de
elefantes. Los campeones y subcampeones anteriores —Alemania, España, Brasil,
Argentina— llegaron barritando y salieron helados. Y se apagaron, sobre todo,
los dos carteles de neón que iluminaron el negocio en la última década: para
Cristiano y Messi,
esta Copa será el momento en que dejaron de ser dueños del mundo. Así que era
indispensable encontrar otro.
Pero Mbappé también es, por supuesto, la mejor metáfora de este equipo de Francia sostenido por negros —y dirigido, claro, por un blanco—. Mbappé es hijo de una argelina y un senegalés, puro producto de esa migración que tantos europeos desprecian o combaten. Los 16 hijos de africanos o africanos que integran esta selección son el resultado más exitoso de ese movimiento. Hay otros. Durante este torneo más de 600 migrantes africanos —nunca se sabe la cantidad exacta— murieron ahogados en el Mediterráneo.
Hay triunfos que dicen mucho sobre las derrotas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario