El arte de falsificar en su apogeo
La historia del arte es la historia de una falsificación. Cuanto más dinero mueve el mercado, más obras fraudulentas aparecen. También ayudan las corrientes del tiempo político. Tras la caída de la cortina de hierro y el fin de la antigua Unión Soviética se vivió una marejada de falsificaciones de cuadros constructivistas rusos. Occidente los quería y la falta de documentación de las obras era justificable en un imperio cuarteado. “Algunos historiadores de arte de Europa del Este estaban dispuestos a certificar cualquier cosa a cambio de dinero”, narra Kilian Anheuser, director científico de Geneva Fine Art Analysis, un laboratorio experto en autentificación. “A día de hoy, el arte ruso de principios del siglo XX continúa siendo muy problemático”.
El verdadero marco donde sucede el engaño mezcla tiempo y dinero. La memoria del falsario y el deseo del coleccionista. Amedeo Modigliani se puso de moda tras su muerte (1920) y empezaron a surgir falsos. El “buen” falsificador resulta astuto. Equilibra esfuerzo y ganancias. Un dibujo sobre papel antiguo exige minutos. Una pintura al óleo en el lienzo adecuado —empleando la técnica y los pigmentos correctos— requiere una preparación larga. A cambio, promete elevados beneficios. Otra opción es conseguir un cuadro de época y añadirle la firma. Y la última vía son los “pastiches”. Unir, por ejemplo, diferentes fragmentos de cerámica arqueológica para crear una obra nueva. “En Nápoles ha sido muy frecuente usar mármol del subsuelo y catacumbas para crear mesas de piedras duras del siglo XVII. La única forma de descubrir la realidad es analizar el pegamento que se ha empleado para unir las diferentes partes”, revela el anticuario Nicolás Cortés. Todo es falsificable. En España, tras la prohibición del comercio de marfil, se ha desprendido un alud de falsos actuales que tratan de semejar una escuela hispano-filipina, o similar. También hay errores sonrojantes, como Taller de Goya. El genio jamás lo tuvo.
Aunque los falsos más comunes —revela Kilian Anheuser— combinan una técnica aparentemente sencilla con un alto valor en el mercado del artista. “Son innumerables las falsificaciones de los primeros cuadros abstractos y de creadores como Jackson Pollock, Picasso o Modigliani”. Pero uno de los “más espectaculares” en la historia es el llamado Spanish Master (El maestro español). Nadie conoce su nombre. Se lo ha situado en Barcelona entre mediados y finales del siglo XX en el mundo del anticuariado de primer nivel. Incluso el canal alemán DW le dedicó en 2014 un documental (The Mystery Conman, El estafador misterioso). Sus falsificaciones de antigüedades romanas han circulado en museos y subastas durante décadas. Impresionantes retratos de César o Alejandro Magno. El sistema era ingenioso. Fundía sestercios de bronce para crear las esculturas a las que luego superponía una pátina de envejecimiento.
Pero las falsificaciones ocurren en el pasado y en el presente. A mediados de junio, el director de la galería nacional de Eslovenia, Pavel Car, tuvo que dimitir, después de que una investigación destapara que 160 obras —Picasso, Degas, Munch, Turner, Chagall, Van Gogh o Matisse, entre otras— prestadas por la familia Boljkovaca (las atesoró el desaparecido, Josip Boljkovac, ministro del Interior croata, entre 1990 y 1991), eran, al menos en gran parte, aparentemente falsas. De ser auténticas habrían superado los 1.000 millones de euros.
A finales de ese mes, el FBI confiscaba en el Museo de Arte de Orlando (Florida) las 25 obras atribuidas a Jean-Michel Basquiat de la exposición Héroes y Monstruos. La calidad y la procedencia de las piezas alumbraron las sospechas. Adiós a un negocio de 100 millones de euros. Una semana antes, un marchante de Palm Beach fue acusado de vender basquiats, warhols, matisses y lichtensteins falsos. ¿La nueva edad de oro de lo falso? La casa de subastas Christie’s lo niega. “No hemos percibido ningún aumento (…), y la investigación científica ha evolucionado mucho en estos últimos años”, defiende un portavoz. “Mi instinto”, apunta Martin Kemp, profesor emérito de Historia del Arte de la Universidad de Oxford, “me dice que el arte más reciente tiene mayores posibilidades de falsificación”. Los Maestros Antiguos resultan más “vulnerables” a las pruebas científicas.
Casos actuales (dejando atrás al famoso Elmyr de Hory) como el de Wolfgang Beltracchi y su mujer, Helene, que empezaron a producir cientos de falsos en 1993, con los que se hicieron ricos antes de que en 2011 les costara seis y cuatro años de cárcel, respectivamente, o el de la legendaria galería neoyorkina Knoedler, que estuvo 17 años vendiendo pollocks y rothkos ficticios por 80 millones de dólares (cerró ese mismo 2011), evidencian que el fraude forma parte del ecosistema del arte. Hasta el actor Alec Baldwin produce un podcast de ocho episodios titulado Art Fraud. En el tráiler se escucha: “Las mejores falsificaciones cuelgan todavía de las paredes de la gente. No saben, ni siquiera sospechan, que son falsos”.
Ni siquiera el Museo del Prado resulta inmune. En los años noventa descolgó dos lienzos (La degollación y La hoguera) adquiridos como goyas. El genio aragonés es uno de los artistas más falsificados del mundo. Incluso, en siglo XIX, se establecieron unos “puestos” en la carrera de San Jerónimo donde era posible “encontrarlos”. Pintores jóvenes creaban imágenes violentas y de pequeño formato. Las grandes hubieran descubierto el truco. Otro momento complicado fue el legado del político catalán Cambó. En 1940 donó Ángel músico, un pequeño fresco, atribuido al pintor renacentista Melozzo da Forlí (1438-1494).
Era el único existente fuera del Vaticano. Hasta allí lo trasladó un experto del museo. Y se lo mostró a Gianluigi Colalucci (1929-2021), quien dirigía la restauración de la Capilla Sixtina (1980-1995). Fue recuperado. Pero nunca avaló su atribución. También se descartó un autorretrato de Rembrandt que ingresó en 1941. Las telas falsas son túnicas que visten a los fantasmas de épocas pasadas.
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