"Pintar
y amarte, eso es todo. ¿Te parece poco?": EL amor de Joaquín
Sorolla
Juan
Claudio Matossian
En el centenario de la
muerte de Sorolla, recordamos el papel que jugó en su vida y trayectoria su
mujer, Clotilde, una figura clave para entender la trascendencia de su obra.
Se
cumplen cien años del fallecimiento de Joaquín Sorolla y Bastida (Valencia,
1863-Cercedilla, 1923), uno de los pintores españoles más internacionales y uno
de los que mejor ha sabido captar nuestra esencia mediterránea.
Por ello, se le han organizado homenajes en las principales ciudades españolas (y también en Nueva York, a la que siempre ha estado muy ligado gracias a la Hispanic Society y la impresionante serie Visión de España encargada por su fundador, Archer Milton Huntington), pero el Año Sorolla también representa una oportunidad para reivindicar a la que fue su esposa, Clotilde García del Castillo (Valencia, 1865-Madrid, 1929), una figura clave a la hora de entender la trascendencia que ha alcanzado la obra de su marido.
Clotilde
fue su musa (la retrató en más de 70 obras), su mecenas, la administradora
de su agenda y de sus cuentas (se refería a ella a veces cariñosamente
como “ministro de Hacienda”) y la gran protectora de su inmenso legado (el
Museo Sorolla no existiría sin ella). Fue también la madre de su hijos y su
principal apoyo desde la adolescencia hasta la muerte, solo
separándose de él por sus obligaciones profesionales. Y cuando estaban en la
distancia, se enviaban cartas el uno al otro constantemente –se escribieron más
de 2.000 misivas–, que han quedado como la mejor fuente para establecer un
recorrido biográfico del artista y como testamento del gran amor que se
profesaban.
Joaquín y Clotilde se conocieron antes de cumplir la mayoría de edad. La primera conexión entre ambos la propició el hermano de ella, Juan Antonio García del Castillo, uno de los grandes amigos de Sorolla y con quien luego estudió en la Escuela de Bellas Artes de Valencia. Con solo 15 años, Joaquín también trabajó como aprendiz en el taller de Antonio García Peris, un célebre pintor y fotógrafo de la época (su labor era colorear las fotografías, lo que aumentó su destreza) y padre de Juan Antonio y Clotilde.
La
pareja estuvo separada dos años, de 1885 a 1887, pero nunca rompieron y Joaquín
regresó a Valencia para casarse con Clotilde el 8 de septiembre de 1888 en
la Parroquia de San Martín. En su primer año de casados, el matrimonio vivió en
Italia, concretamente en la localidad de Asís, para luego trasladarse a Madrid
e instalarse en la plaza del Progreso (hoy Tirso de Molina).
Los siguientes cinco años fueron claves en la trayectoria de Sorolla: su figura como pintor se agigantó cuando empezó a pintar al aire libre y a demostrar su maestría en el tratamiento de la luz, desarrollando una corriente propia conocida como “luminismo”. Al mismo tiempo, en lo personal vio nacer a sus tres hijos: María Clotilde (1890), Joaquín (1892) y Elena (1895).
Clotilde con traje gris, 1900
Sus
dos primeros vástagos tenían tendencia a caer continuamente enfermos durante
sus primeros años de vida, lo que obligó a Clotilde a pasar largas estancias en
Valencia para contar con la ayuda de su familia mientras Sorolla cumplía con
encargos profesionales en Madrid u otras ciudades españolas. También seguía
viajando al extranjero para continuar con su formación, como cuando se trasladó
a París en 1894, un periplo fundamental para su arranque como pintor luminista.
En esa época es cuando, dadas las circunstancias, Joaquín y Clotilde comenzaron a cartearse con asiduidad para paliar el dolor de la ausencia del ser querido, una costumbre que luego nunca abandonaron. La primera carta de la que se tiene constancia entre ellos data de 1891, al poco de nacer su primera hija y de que él se viera abocado a vivir entre Madrid y Valencia. A partir de ahí, no dejaron de escribirse unas líneas siempre que podían, en ocasiones simplemente para dar cuenta de su día a día y en otras para declarar y recordar su amor, que no se apagó ni por la distancia ni por el paso de los años.
Clotilde
y Elena en las Rocas, Jávea
“Mi querido Joaquín: ayer no te escribí y hoy te escribo por no perder la costumbre (y porque me parece que cuando te escribo estás más cerca de mí)…”, le escribió Clotilde a su marido en 1909, mientras este, un año antes, se quejaba a “mi Clota”, como se refería a ella frecuentemente en las misivas, de tener que "hacerlo todo solo, ¡lo cual no me divierte, ni poco ni mucho! Está visto que Dios nos unió de verdad, pues no sueño más que estar contigo, y para ti".
A pesar de ser un pintor extraordinariamente prolífico y exitoso en vida, el arte no era suficiente para llenar un vacío afectivo que arrastraba desde la infancia y que solo Clotilde podía cubrir. Así se lo hizo saber, una vez más, por carta: "Si bien los hijos son los hijos, tú eres para mí más, mucho más que ellos, por muchas razones que no hay para que citarlas, eres mi carne, mi vida y mi cerebro, llenas todo el vacío que mi vida de hombre sin afectos de padre y madre tenía antes de conocerte" (sus progenitores fallecieron cuando tenía solo dos años por una epidemia de cólera).
De
todas las misivas que se enviaron, una de las más conocidas es una que le mandó
Joaquín durante una estancia en Sevilla en febrero de 1908, ciudad a la que
había viajado para pintar un retrato de la reina Victoria Eugenia y donde
aprovechó para buscar formas de captar la luz mágica de Andalucía en invierno.
En ella (se conserva en el Museo Sorolla), como era habitual, describe su día a
día, pero llama especialmente la atención la manera en la que la culmina, que
ha pasado a la posteridad: “Ya te he contado mi vida de hoy, es monótona,
pero qué hacerle, siempre te digo lo mismo, pintar y amarte, eso es todo, ¿te
parece poco?”.
Clotilde,
por su parte, en ocasiones reflejaba su inseguridad ante la magnitud de la
figura de su esposo en el panorama artístico: "Yo comprendo que a un
hombre como tú que antes de ser mi marido y ser padre es pintor, debe preferir
el pintar a todo lo demás”, le escribió en 1907.
Sorolla, sin embargo, prefería estar con ella. Y, a ser posible, retratarla. Hay decenas de cuadros del valenciano con Clota como protagonista que reflejan su evolución como artista a lo largo de los años: Clotilde con traje negro, Clotilde con mantilla negra, Clotilde con gato y perro, Clotilde vestida de blanco, Clotilde en la playa, Clotilde sentada en un sofá, Perfil de Clotilde, Clotilde con traje gris, Retrato de Clotilde… e incluso uno de sus poquísimos desnudos, Desnudo de mujer (1902), se cree que refleja el cuerpo su esposa (él nunca lo confirmó, probablemente para que ella no se sintiese incómoda).
Cuando sus hijos crecieron y dejaron de caer constantemente enfermos (a la mayor le llegaron a diagnosticar una tuberculosis en 1907, cuando ya era adolescente), las separaciones se hicieron cada vez menos frecuentes y se volvió habitual incluso que toda la familia viajara unida para atender los compromisos de Sorolla, como cuando lo hicieron para la inauguración de la exposición de la Hispanic Society de Nueva York en 1909, que convirtió al pintor en una estrella en Estados Unidos.
Unas
tareas de las que se ocupó sin descanso hasta que en 1920, mientras pintaba un
retrato de la mujer de Ramón Pérez de Ayala, Sorolla sufrió una hemiplejia. A
partir de ahí, Clotilde lo dejó todo –delegó la organización de las
exposiciones en su hijo Joaquín– para cuidar de su marido, con quien se
trasladó a vivir a Cercedilla para recuperar su salud. Algo que por desgracia
nunca ocurrió, ya que este murió allí tres años después, con solo 60 años.
Tras
el fallecimiento de Joaquín, la principal preocupación de Clotilde, quien le
sobrevivió otros seis años, pasó a ser la preservación del legado de su marido,
aunque fuera a costa de los ingresos de la familia. Por ello cedió al Estado
español todos sus cuadros y la última casa en la que vivieron en Madrid, la que
construyeron en la calle General Martínez Campos y que es actual sede del Museo
Sorolla. El mejor destino para la obra de un gran artista y el mejor
testamento de una gran historia de amor.
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