100 años de surrealismo, la única vanguardia del siglo pasado que ha logrado infiltrarse en el lenguaje cotidiano
Ianko López
Ilustró Cristina González Vieco
Hace un siglo se publicaba el Manifiesto del surrealismo. Hoy está presente en nuestra vida, dentro de nosotros y a nuestro alrededor, porque esa ventana a lo prodigioso dentro de lo cotidiano se abrió para no cerrarse
Siempre pensé que, de todas las cosas que se han escrito sobre el surrealismo, esta era una de las más ciertas: qué triunfó en lo accesorio y fracasó en lo esencial. Proviene de Luis Buñuel. En sus memorias, el director de Un perro andaluz explica que para él, como para el resto de los surrealistas, lo esencial era transformar el mundo y cambiar la vida, y que ese objetivo se les escapó de entre los dedos, pero a cambio obtuvieron una gloria lustrosa y superficial, secundaria.
Un perro andaluz (Un chien andalou, 1929) Luis Buñuel, Salvador Dalí - Película completa HD
Además de veloz, porque ya a partir del segundo cuarto del siglo XX el gran público —el mainstream, diríamos hoy—, tuvo acceso a películas surrealistas, y obras de teatro surrealistas, y vestidos y escaparates surrealistas, y se desató un ansia de surrealismo que nunca parecía saciarse. Duradera también: varias décadas después, es la única vanguardia del siglo pasado que ha conseguido infiltrarse en el lenguaje cotidiano, asociada a algo absurdo e inesperado. Nos mandamos un sticker de un dictador que forma un corazón con sus manos y decimos que qué surrealista —“¡Qué surre!”, he escuchado alguna vez—, añadimos tres emojis de carcajada y nos hemos entendido. Hay que concederle a Buñuel que, sea cual sea la victoria de esto, muy esencial no parece si la comparamos con la promesa de una vida y un mundo nuevos. Pero de los surrealistas también hemos aprendido que los otros mundos están en este. Solo hay que atreverse a habitarlos.
Se acaba de cumplir el centenario de la publicación del primer Manifiesto Surrealista en París, lo que ha dado ocasión al Centre Pompidou de organizar una gran exposición. Aunque el verdadero origen tuvo lugar cinco años antes, en 1919, cuando dos poetas veinteañeros, André Breton y Philippe Soupault, utilizaron la escritura automática para redactar un libro llamado Los campos magnéticos, donde se decían cosas como “No hay nada que mirar fijamente menos alto que los astros”. Breton, Soupault y otro poeta, Louis Aragon, fueron los tres mosqueteros iniciales (así los definió el simbolista Paul Valéry) de un movimiento que se expandió de la literatura a las artes visuales, y de París al resto del mundo. Breton se investiría enseguida con la autoridad del líder. El Papa se le ha llamado, por su intransigencia, su obsesión con la ortodoxia y su soltura para excomulgar a los miembros rebeldes. Uno de ellos, Dalí, afirmó que a Breton lo que le pasaba era que estaba celoso de su carisma y su talento, y para sellar esta versión añadió: “El surrealismo soy yo”. Aunque, en realidad, el carné se lo habían retirado por su postura complaciente con las ideologías fascistas, de Franco para arriba. Es la política, Salvador.
La tentación de San Antonio (1946) Salvador Dalí
Todo es política, y la política lo era todo para los surrealistas. El marxismo constituía, de hecho, uno de los dos pilares teóricos sobre los que se asentaba su revolución. El otro era el psicoanálisis: con su teoría del inconsciente, Sigmund Freud había abierto la verja de un campo lleno de posibilidades que convenía explorar a toda costa. Otra cosa es lo que estos referentes pensaran de los surrealistas. Freud le escribió a Stefan Zweig que los consideraba unos chalados “al 95%, como el alcohol”. En cuanto a las estructuras oficiales del gobierno soviético, con Stalin a la cabeza, nada querían saber de aquellos decadentes burgueses.
Puede que algo chalados sí estuvieran, y que albergaran mentalidades más burguesas de lo que querían admitir, pero distaban mucho de ser decadentes. Al contrario, estaban colmados de una energía insolente y creativa que pusieron a trabajar con asombrosos resultados. Sus predecesores, los dadaístas, habían reaccionado contra el tiempo que les tocó vivir —el de la traumática Primera Guerra Mundial— con un nihilismo destructivo, pero ellos pretendían construir algo, algo bello e importante, a partir de los escombros del régimen putrefacto en el que habían crecido. Como el dios Jano, tenían una cara que miraba al futuro y otra dirigida hacia el pasado —el Romanticismo, la edad media e incluso el paleocristianismo estaban en su campo de intereses— y una disposición para extasiarse ante lo maravilloso como quizá no se había conocido desde el Bosco. Solo que, a diferencia del autor de El carro de heno, ellos no tenían que inventar esas maravillas en mundos ultraterrenos o dimensiones paralelas; ni se las hacían traer de confines lejanos, como los objetos exóticos que poblaban la wunderkammer barroca. La mirada de los surrealistas desvelaba lo extraordinario que latía en lo ordinario, que podía emerger inesperadamente, invocado por el libre fluir de los deseos. Este era el espíritu que animaba las pinturas de Magritte y Ernst o las fotos de Man Ray, llenas de asociaciones insólitas entre sus elementos, o los escritos eróticos de Georges Bataille.
Rene Magritte
Frente la llamada marxista a la compostura, el placer sexual se había colocado en el centro del programa surrealista. La pasión y el deseo eran, por su potencial para dinamitar el orden burgués, herramientas esenciales de su revolución. Eso era, más o menos, lo que contaba la película La edad de oro (1930), obra maestra de Buñuel financiada por los vizcondes de Noailles, que generó violentas reacciones de la extrema derecha y un escándalo apocalíptico, y que estuvo prohibida durante 50 años. Hay que decir que esa incitación al amor y al erotismo casi siempre se realizó desde una perspectiva masculina heterosexual. Con pocas excepciones, los surrealistas originales, tan subversivos en muchas cosas, fueron dóciles hombres de su tiempo por lo que se refiere a su relación con las mujeres, que cuando eran representadas en sus obras no solían escapar de los clichés de la musa, la femme fatale, la hechicera o la niña grande. Lo que no fue obstáculo para que las mujeres tomaran también el timón creativo, y además en una medida muy superior a la de otras vanguardias: Meret Oppenheim, Valentine Hugo, Leonor Fini, Remedios Varo, Dora Maar, Dorothea Tanning, Ithell Colquhoun, Lee Miller, Maruja Mallo o Claude Cahun fueron algunos de los mejores activos del grupo, incluyendo todos los sexos.
Meret Oppenheim,
Dora Maar
Dorothea Tanning
Las contradicciones le rebosaban al surrealismo por todos los lados. Científico y esotérico, idealista y materialista, popular y elitista, libertario y autoritario, revolucionario en sus intenciones pero conservador en sus medios formales. Muchos opuestos como para mantenerse sin fisuras hasta el cumplimiento de sus fines demasiado ambiciosos. Y, sin embargo, su legado está hoy más presente que nunca. Esa influencia se ha dejado notar en artistas posteriores, de Louise Bourgeois a Teresa Solar, pasando por Yayoi Kusama, Sarah Lucas o Pipilotti Rist. Por su discurso y su selección de artistas históricos y actuales, las dos últimas ediciones de la Bienal de Venecia han dado cuenta de ello. El cine de Spike Jonze, Michel Gondry o Yorgos Lanthimos tampoco puede ocultar sus raíces. Igual ocurre en la moda, si consideramos a Schiaparelli —la de ayer, pero también la de hoy, que capitanea Daniel Roseberry—, Iris Van Herpen o Rei Kawakubo. Del mismo modo, a través de la televisión, la publicidad o las redes sociales, estamos tan expuestos a imágenes de resonancias surrealistas que ya ni las registramos como tales.
Yayoi Kusama Spend Each Day Embracing Flowers, 2023
Viendo la exposición del Pompidou, uno se da cuenta de que el surrealismo está presente en nuestra vida, dentro de nosotros y a nuestro alrededor, porque esa ventana a lo prodigioso dentro de lo cotidiano se abrió para no volver a cerrarse nunca. Habita en nuestras ideas y nuestras opiniones. No es ajeno a la intensidad con la que en los últimos tiempos se discuten los preceptos de la Ilustración, ni a la búsqueda cada vez más afanosa de lo mágico y lo ancestral como alternativas a la estrechez del orden racionalista. Pero quizá estemos también prolongando una forma de pensar propia del surrealismo cuando decimos que nuestras opciones sexuales son una cuestión política, y que tenemos derecho a expresarnos como somos y como nos sentimos, le pese a quien le pese, como tenemos derecho a reinventarnos y fluir más allá de identidades arquetípicas. El sexo es un campo de batalla, un arma utilizada en esa batalla, y también la batalla misma. Hablaba en estas páginas la comisaria Chus Martínez de las personas trans como los astronautas del siglo XXI, y esa idea que suena tan certera nos conduce hacia los otros mundos hechos realidad del surrealismo. Hacia esa vida nueva que se nos prometió.
Buñuel, Breton y sus compañeros no eran conscientes de hasta qué punto la semilla que habían plantado echaría raíces, ni de la forma que adoptarían sus frutos. Hay algunas cosas nada accesorias y muy esenciales que han triunfado, y que tal vez sean un eco de su revolución. Tout paradis n’est pas perdu, se titula un poema de André Breton. Todo paraíso no está perdido.
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