miércoles, 18 de abril de 2018

ARTE: EL GRAN TOULOUSE LAUTREC





Toulouse-Lautrec y sus carteles.













El hedonismo y la sed de vivir bullían en la cabeza de Henri de Toulouse-Lautrec, quizás con más ahínco por ser un hombre paticorto, cuyo aspecto físico causaba en algunos repelús y chanzas. De familia aristocrática, este artista exploró los placeres en una época que dio rienda suelta al disfrute, la belle époque, ese tramo que comprende desde el último cuarto del siglo XIX hasta 1914. Ese periodo vivió una aceleración industrial y tecnológica que en el arte propició la producción en serie y con calidad de los carteles. 













Las principales ciudades europeas se tapizaron de estas láminas en las que Toulouse-Lautrec (1864-1901) halló una nueva vía para expresarse. El noble nacido en Albi elevó el cartel a la categoría de obra de arte,  las litografías del Toulouse-Lautrec más conocido, el de la fascinación por las bailarinas, que descubrió cuando llegó a París y le proporcionaron los placeres femeninos. 














Los dueños de los cabarets le pedían que dibujara carteles para promocionar sus espectáculos, algo que entusiasmó mucho a Lautrec, ya que en sus largas noches en estos locales dibujaba todo lo que veía y lo dejaba por las mesas. Al contrario que el incomprendido Vincent van Gogh, Toulouse-Lautrec llegó a vender obras y fue reconocido, si bien su popularidad radicó en sus ilustraciones para revistas y carteles publicitarios más que en la pintura al óleo.
Tuvo grandes amigas como la bailarina Jane Avril, a la cual dedicó varios cuadros y carteles. Conoció a bailarines reconocidos como Valentín el Descoyuntado, payasos y demás personajes de las fiestas y espectáculos por los suburbios. Este mundillo de vicio y extravagancia fue un refugio para Lautrec, quien se sentía rechazado por la nobleza a la que pertenecía por origen. Su minusvalía causaba rechazo en los salones chic, y en Montmartre pudo pasar desapercibido y dar rienda suelta a su bohemia. Criticaba a todos aquellos que reflejaban paisajes en sus cuadros, ya que él opinaba que lo que verdaderamente valía la pena eran las personas, el pueblo. Se consideraba a sí mismo un cronista social y se mezcló, pintó y fue como el pueblo.



















Asentado en la colina de Montmartre, con su mentalidad de aldea revolucionaria, el pintor cultivó amistades disolutas en los cabarets, en los que se entregó al torbellino del cancán, el alcohol y las canciones libertinas. Ese ambiente se capta en láminas como Moulin Rouge. 





Moulin Rouge: La Goulue (1891). 

Louise Weber, La Goulue, era la estrella del local de variedades y, tuvo una complicidad con Toulouse-Lautrec que según algunos derivó en una relación. Ese primer cartel que realizó, en el que se aprecia un estilo eficaz, de trazos simples,  se convirtió en un éxito sensacional entre el público, que impulsó a otras mujeres del espectáculo a pedirle que las retratase con sus sombreros empenachados y largas piernas.



















Él procedía de un ambiente muy distinto, de la nobleza. Sus padres eran primos hermanos, una consanguinidad que le causó una enfermedad genética que le dejó unas piernas muy cortas. Su limitación física no le impidió su frenesí creativo: en poco más de 20 años produjo más de 1.000 pinturas y acuarelas, 5.000 dibujos y 370 litografías.
Es en esa época, que se refleja la popularización de las artes escénicas más cultas gracias, en parte, a carteles de maestros como los del suizo  Steinlen, con el célebre La gira del gato negro 





Ibels y sus afiches sobre el circo o la elegancia neogótica con la que Alphonse Mucha retrató a la actriz parisiense Sarah Bernhardt.






Alphonse Mucha:Sarah Bernhardt.

















 




Son las piezas que crearon Toulouse-Lautrec, y otros artistas, para promocionar periódicos, revistas literarias, libros o ferias de arte… en los que ya no solo hay un lenguaje de vanguardia, sino intercambios con otros estilos. Llama la atención el cartel para la revista La vaca rabiosa, en el que ilustra la tradición que había entre los bohemios de organizar un divertido desfile musical en el que iban acompañados de mujeres y de una vaca. Y por ser el último que realizó en vida, meses antes de morir paralizado y alcoholizado, destaca el de La gitana (1899), para promocionar esa obra teatral del escritor Jean Richepin. En él se ve a la protagonista con un vestido en tono marfil que contrasta con la figura, al fondo y oscura, del amante. Es un prodigio de composición y economía expresiva.




También una galería de deliciosas publicidades de productos: champán, leche esterilizada, polvos para la cara o tintas. Casi siempre con el reclamo de mujeres sinuosas, eran mensajes eficaces que llegaban al consumidor de manera directa.






De la producción de Toulouse-Lautrec sobresalen dos preciosidades, salpimentadas de humor. En El fotógrafo Sescau (1896), el artista esconde al retratista bajo la tela de una cámara de fuelle, formando un solo cuerpo con el objeto, lo que le da un aire de mirón. 















Y en La cadena Simpson (1894) se ve al ciclista Constant Huret adelantando a un tándem y con el pelotón al fondo. Fue un encargo para promocionar una cadena que hacía las bicicletas más rápidas. Una estampa de la nueva sociedad, la del disfrute, de la que Toulouse-Lautrec se embriagó hasta que su pequeño cuerpo se lo permitió.

























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