El virus de la mentira
Javier Sampedro
Los datos de Twitter demuestran que la falsedad se propaga mucho más deprisa que la verdad. Y que los bots somos nosotros
Antes se coge a un mentiroso que a un cojo, dice el acervo popular, y así lo ratifica el proverbio italiano le bugie hanno le gambe corte, las mentiras tienen las patas cortas. Qué error más garrafal. Las mentiras no solo corren como un demonio, sino que se propagan como el virus más pernicioso que haya inventado la ficción (quizá el de 12 monos, de Terry Gilliam, ya un poco anticuado). Las redes sociales son un buen medio de propagación para este nuevo virus de la mentira, pero no el principal, que sigue siendo la estupidez humana, esa cualidad tan nuestra, tan de siempre, tan predigital, preindustrial y prehistórica. Lee lo último sobre la ciencia de la mentira en Materia: te ayudará a entender el mundo informativo en que vivimos, las fake news y un tipo emergente de manipulación política. Te advierto que son malas noticias, pero al menos no son falsas.
Tendemos a pensar en la difusión de falsedades por Internet como un fenómeno de alta tecnología, un atisbo del futuro automatizado que se nos viene encima, una conspiración de ingenieros computacionales y sus malditos robots. Pero esto ha resultado ser un mito urbano. Los robots (llamados bots en este contexto) tienen en verdad un efecto multiplicativo en la difusión de los mensajes, pero de todos los mensajes: los falsos y los verdaderos. No son ellos los culpables de que la mentira sea un virus mucho más infeccioso que la verdad: los culpables somos los usuarios humanos, que usamos las redes sociales como hemos usado cualquier otra cosa en nuestro pasado, con una mezcla explosiva de prejuicio, ignorancia y ceguera selectiva. Los bots somos nosotros.
Uno de los efectos más dañinos de las redes sociales viene llamándose echo chamber, cámara de eco, o habitación insonorizada. La gente solo lee lo que le recomiendan sus contactos en Twitter, sus amigos en Facebook o sus admiradores en Instagram, y por tanto solo se entera de la porción del mundo que coincide con sus prejuicios, se pasa el día escuchando las resonancias de su propia voz y se vuelve incapaz de inclinar la cabeza en el ángulo adecuado para entender las razones del otro. El otro, ese enemigo que está fuera de la cámara de eco.
De hecho, este efecto endogámico e identitario es una de las principales razones del carácter viral de la mentira. Aunque no el único, desde luego, puesto que hay varias otras formas de estupidez humana, ese lastre que arrastramos desde nuestros ancestros cazadores-recolectores, y tal vez desde que éramos australopitecos. Contra ella hay que dirigir los esfuerzos.
Más sobre este tema:
La posverdad está en tu cerebro
Javier Salas. ( Diciembre de 2016 )
Los sesgos cognitivos nos dejan a merced de las mentiras de los políticos a los que votamos
En octubre de 1924,
la Casa Blanca vivió un acontecimiento revolucionario: el presidente Calvin
Coolidge invitó a desayunar a lo más vistoso del star-systemdel cine de la
época. Esa convocatoria pionera, que fascinó a los periodistas, se hizo para
combatir la imagen de “taciturno” que
los votantes tenían de Coolidge, que se enfrentaba a la reelección en unas
semanas. La idea fue de Edward Bernays, pionero de las relaciones públicas y
sobrino de Sigmund Freud. Bernays había comprendido gracias al trabajo de su
tío la decisiva influencia de determinados procesos psicológicos: hay emociones
que calan en las masas mucho mejor que la información. Había probado que
funcionaba para la publicidad consumista y también, por qué no, podía funcionar
en los procesos electorales. Coolidge ganó. Y hoy sabemos que hay innumerables
prejuicios instintivos, los llamados sesgos cognitivos, que nos influyen inconscientemente
cuando procesamos información política.
No es una simple percepción, lo hemos visto en nuestros cerebros.
Durante las elecciones presidenciales de 2004, sometieron
a unos cuantos votantes de EE UU a una pequeña tortura en la camilla
de una máquina de resonancia magnética que leía sus cerebros. A votantes
demócratas les presentaban unas frases contradictorias de su candidato, John
Kerry, que mostraban que estaba siendo deshonesto. Y a votantes republicanos lo
mismo, pero con George W. Bush. Preguntados por esas contradicciones, los
votantes partidistas activaban las partes de su cerebro asociadas a la
regulación de las emociones, no al razonamiento. Su respuesta venía de las
entrañas, no del frío análisis de las oraciones.
Preferimos
que las noticias nos den la razón y en caso contrario ya nos
encargamos de que los datos encajen en nuestros esquemas mentales. En la década
de 1990, la psicóloga social Ziva Kunda consolidó el concepto del razonamiento
motivado: “Existen pruebas considerables de que es más probable que las
personas lleguen a las conclusiones a las que desean llegar”, escribió. Esto es
algo que hacemos constantemente en política: ante una corruptela del partido
que votamos, pensamos en cómo limitar su importancia; si es del partido rival,
convertiremos de inmediato la anécdota en categoría.
El `fact-checking´
no sirve
En los últimos años
han surgido numerosos experimentos de fact-checking o verificación de
las afirmaciones de los políticos. En la campaña de 2012, Barack Obama dijo
falsedades en el 25% de sus afirmaciones, según Politifact. Su rival, Mitt
Romney, llegó al 40%. Donald Trump ha alcanzado el 70%, pero eso no le ha
importado a los votantes republicanos, aunque le hayan pillado en casi todas las
mentiras. La mayoría reconoce que si un medio da noticia de una falsedad de su
líder, prefieren creerle a él antes que la noticia, según una encuesta de
YouGov
Los sesgos cognitivos nos empujan a analizar más duramente los
renuncios del grupo rival y a
justificar los del nuestro, para no tener que poner en entredicho nuestr
o
esquema de valores. “Lo que estamos descubriendo es que la mentira es una
dinámica social, y es en ese marco en el que se decide lo que es aceptable o
no”, explica a Materia Dan Ariely, investigador de la Universidad de
Duke y uno de los mayores expertos en los condicionantes psicológicos de las
mentiras.
En uno de sus
experimentos, Ariely sometía a los estudiantes de la Universidad de Cornell a
una prueba de matemáticas en la que podían hacer trampas, mintiendo sobre sus
respuestas acertadas, para conseguir más dinero del merecido. En esta prueba,
casi todos los sujetos mienten un poquito, lo que consideran aceptable. Luego
se analizó qué pasaría cuando los estudiantes observaban a un compañero
mintiendo descarada e impunemente para conseguir mucho más premio. El resultado
es que todos mintieron más; el grupo había aumentado su nivel de tolerancia a
la deshonestidad. Más adelante se repitió este escenario, pero vistiendo
al supermentiroso con la sudadera de la universidad rival, la de
Pittsburgh. La consecuencia fue que el grupo redujo su tolerancia a la mentira
y dejó de hacer trampas, aun sabiendo que perdían dinero.
En nuestra tribu consentimos cierto nivel de mentiras e incluso nos dejamos
contagiar; pero al atribuir la mentira a la tribu rival (la Universidad de
Pittsburgh), la falta de honestidad se convierte en un acto deleznable con el
que no queremos que se nos relacione. Da igual que a los demócratas les
indignen las mentiras de Trump si los republicanos están dispuestos a
consentirlas en virtud de un objetivo más importante: que los suyos lleguen a
la Casa Blanca. En un entorno cada vez más polarizado, estos sesgos tienen
mucha más fuerza.
Además, existe un
problema añadido: aportar más información puede resultar contraproducente.
Brendan Nyhan, politólogo de la Universidad de Darmouth, lleva mucho tiempo
estudiando cómo vencer los sesgos de la gente, como con los
antivacunas. Sus
hallazgos muestran que en muchos casos se refuerza la posición del
sujeto cuando se trata de corregir a alguien ofreciendo más datos para sacarle
de su error. Paradójicamente, otro de sus estudios mostró que cuanto más
conocimientos políticos tenían los ciudadanos más
sesgada era su lectura de la realidad en favor de sus posiciones.
La pendiente
resbaladiza de las mentiras
“Tenemos que
agravar las consecuencias para la reputación y hacer que cambien los incentivos
para hacer declaraciones falsas. En este momento, vale la pena ser escandaloso,
pero no ser sincero”, aseguraba
Nyhan en The Economist.
Ariely —autor
de Por qué mentimos, de Ariel— coincide en el análisis: “Lo que ha pasado
en las recientes elecciones en EE UU es que ha cambiado drásticamente lo que es
aceptable”. Y se muestra pesimista por lo que ha aprendido de sus estudios. “Lo
que me preocupa es que no hay marcha atrás. Una de las cosas que sabemos sobre
la deshonestidad es que es una pendiente resbaladiza y una vez que entras en
una mala situación no hay salida. Creo que va a ir a peor y peor”, asegura.
En mayo de este año, Ariely
publicó junto con un grupo de especialistas un llamativo estudio sobre
cómo el cerebro se adapta a nuestras mentiras. Publicado en Nature
Neuroscience, el experimento mostraba cómo la reacción de la amígdala, muy
sensible ante el comportamiento deshonesto, iba reduciéndose con la repetición
de esa conducta. El cerebro es flexible por definición y termina
acostumbrándose a cualquier novedad, por incómoda que sea, si se reitera. De
ahí la famosa pendiente resbaladiza de las mentiras: “Lo que comienza con
pequeños actos de deshonestidad puede convertirse en transgresiones más
grandes”, concluía el estudio. Un gran mentiroso patológico comenzó a
domesticar su cerebro con una pequeña mentirita.
Todo esto no supone
que seamos incapaces de denunciar las mentiras de los nuestros, solo que hace
falta ser consciente de que los sesgos y los prejuicios también nos influyen en
cuestiones políticas. Como en el fútbol, nos cuesta más reconocer que nuestro
jugador ha cometido un penal. Esta semana, Donald Trump aplazó sine díe,
por falta de tiempo, una decisiva rueda de prensa en la que iba a explicar sus
conflictos de intereses como empresario y presidente. Unas horas después
recibía al cantante Kanye West y se hacía unas fotos con él, para alegría de
los medios.
El País. España
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