Clara Petacci, la amante de Mussolini
Claretta Petacci
En una de las
imágenes más célebres de la historia reciente italiana cinco personas penden
colgadas boca abajo. Han muerto tiroteados y su cadáveres ha sido colgados en
la plaza de Loreto en Milán. Son el lider fascista Benito Mussolini acompañado
por tres hombres y una mujer. Muchos piensan al verla que esa mujer es Rachele
Guidi, su esposa durante tres décadas, tal vez por asociación con el final de
otros dictadores que fallecieron junto a sus esposas; unos víctimas de la
turba, los Ceaucescu,
y otros suicidándose como Hitler y Eva Braun. Pero no, la mujer a la que
un grupo de partisanos han colgado al lado de Mussolini es su amante, Clara
Petacci , Claretta, "La Ricitos", una figura esencial en los
últimos años de vida del dictador. Ella permaneció a su lado a pesar de que
pudo huir, porque siempre había querido estar con él.
Se conocieron el 24 de abril de 1932, cuando el coche en el que Clara viajaba con su hermana, su madre y su prometido se cruzó con el Alfa Romeo del dictador. "¡Il Duce, Il Duce!", gritó al verle: como tantas adolescentes italianas, estaba fascinada por la figura de Mussolini, pero lo que para las demás era mera admiración por el poderoso líder del país, para ella era una adoración que rayaba en el fanatismo. Llevaba obsesionada con él toda su vida, tenía fotos suyas en la pared de su habitación y desde los 14 años le enviaba cartas y poemas.
El Duce, que por
entonces frisaba los 50, se sintió extremadamente halagado, se bajó del coche y
la saludó. Clara era exactamente la clase de mujer que le gustaba: muy joven,
muy guapa, muy inteligente y de buena familia. Su padre era médico
personal del papa Pío XI. Cuatro años después de aquel encuentro se hicieron
amantes a pesar de que ambos estaban casados, él desde hacía 17 años con
Rachele Guidi con la que tenía cinco hijos, y ella con Riccardo Federici,
un teniente de la aeronáutica militar italiana.
Benito Mussolini
con su mujer Rachele Guidi y sus cinco hijos: Edda, Vittorio, Bruno, Romano y
Anna Maria.
Clara era la seguidora más obsesiva del dictador, pero no la única. El propio Mussolini reconoció haber tenido más de 500 amantes. La mayoría de ellas simplemente pasaban unos minutos por la Sala Mapamundi del palacio Venecia en Roma y mantenían relaciones sexuales breves, apenas unos minutos, a veces, como cuenta Rosa Montero en Dictadoras. Las mujeres de los hombres más despiadados de la historia, incluso tres o cuatro al día, sobre el escritorio o la alfombra. Solo las "repetidoras" tenían el privilegio de acceder a una habitación.
Pero la relación de
Mussolini con Petacci era distinta: para angustia de Raquel, que trató
infructuosamente de separarles, ella tenía guardaespaldas, chófer y una
habitación en el Palazzo Venezia. Era la principal de sus amantes, pero no la
única ni mucho menos la primera.
El dictador
italiano era, según sus biógrafos, extremadamente persuasivo y cautivador y el
mismo carisma que le llevó a liderar el país le proporcionó un sinfín de
conquistas. Todas guapas e inteligentes, aristócratas, empresarias, fascistas o
socialistas, incluso una princesa, María José Sajonia-Coburgo-Gotha, hija
de Alberto I de Bélgica y mujer del príncipe Umberto, el heredero de Víctor
Manuel de Saboya III, rey de Italia. Sus gustos variaron con el tiempo al igual
que su ideología, que pasó de socialista, pacifista y anticapitalista a
fascista, sanguinario y con una gran querencia por el capital. Con una de esas
mujeres socialistas a las que conoció en su juventud, Fernanda Oss
Facchinelli, tuvo un hijo que murió siendo bebé y hubo otros hijos fuera del
matrimonio, pero ninguno con una historia tan trágica como la del que tuvo con
una de sus primeras amantes, Ida Dasler.
Mussolini conoció a
Dasler cuando era director del periódico socialista Avanti. Como era habitual
en las conquistas del dictador, ella era actractiva y de familia acomodada, una
empresaria exitosa, de ideas muy modernas que había estudiado en París. Según
algunas fuentes llegaron a casarse. No está claro, lo que sí lo está es
que cuando las ideas de Mussolini se alejaron del socialismo y fue expulsado
del partido, ella puso todos sus ahorros a su disposición para que fundase un
nuevo periódico. Pero cuando se quedó embarazada, otra mujer, Rachele Guidi,
una antigua novia de Mussolini con quien había tenido una hija, volvió a
escena.
El retorno de
Rachele coincidió con la entrada de Italia en la Segunda Guerra Mundial y
Mussolini se fue al frente mientras Ida se quedaba sola, embarazada y sin
recursos económicos. Cuando nació el niño, le llamó Benito Albino y
luchó por que Mussolini le reconociese, pero para entonces el dictador ya se
había casado con Rachele. Ida no iba a quedarse callada, pregonó a los cuatro
vientos su situación y Mussolini acabó reconociendo al pequeño y además
intentó quitarle la custodia. Ahora las tornas habían cambiado y era él quien
tenía una posición económica boyante, pero la justicia le dio la razón a ella y
obligó al padre a pasar una pensión de manutención.
Para el político,
que en ese momento trataba de labrarse una reputación de hombre de familia, Ida
era un cabo suelto muy peligroso, además de airear los secretos de su relación
ella conocía demasiados secretos políticos. Para evitar que se desmanase, hizo
que la policía la siguiese día y noche tanto a ella como a aquel hijo que cada
vez se le parecía más físicamente. La insistencia de Ida por desmontar la
imagen del Duce acabó con ella ingresada en el psiquiátrico de Trento y
el pequeño Benito Albino en un internado para la aristocracia italiana. Pero el
niño que tenía el físico de su padre, y el mismo carácter que su madre,
insistía en revelar su identidad y eso provocó que su padre lo recluyese en el
frenopático de San Clemente. Ida murió en 1937, y Benito Albino falleció cinco
años después a los 27 años. Una historia terrible que solo se conoció tras la
investigación de dos periodistas italianos Gianfranco Norelli y Fabrizio
Laurenti en el documental El secreto de Mussolini.
El regimen fascista
había ocultado su rastro para preservar la imagen de padre devoto y marido
ejemplar de Mussolini, un líder militar sin fisuras y a la altura de la
gran Italia. Aunque realmente su imagen era muy distinta de la que se
proyectaba, era un hombre tosco y violento que había sido expulsado
del colegio por sus continuas peleas y había huido del país para librarse del
servicio militar obligatorio.
Clara Petacci.
Para el pueblo
italiano sólo había una esposa: Rachele Guidi diez años menor que
Mussolini e hija de una amante del padre del dictador (lo que llevó a especular
con la posibilidad de que fuesen hermanos). Tenía 16 años cuando él se enamoró
de ella y la convenció para que se fuesen a vivir juntos. Tuvieron una hija,
Edda, pero no se casaron –la familia y la moralidad estricta todavía no les
importaban demasiado–. Cuando tocó reforzar su imagen de padre de la nación, se
casaron y no tardaron en llegar cuatro niños más. El matrimonio duró hasta la
muerte de él a pesar de los malos tratos y la lista interminable de amantes que
recorrían el salón del Mapamundi. Pero Rachele no era una sufridora en casa, de
hecho los que la conocían afirmaban que la verdadera figura dictatorial de
la familia era ella.
Rachele había
sufrido pacientemente a todas las amantes de su marido, pero era consciente de
que Clara había llegado para quedarse, incluso tal vez para sustituirla. Es
difícil saber lo que habría pasado si no hubiese perdido al hijo del que se
quedó embarazada: para consolarla, Mussolini la trasladó a un piso de lujo y la
cuidó con dedicación. Como Rachele, Clara sabía que había otras mujeres y no
dudaba en montar terribles escenas de celos al hombre más poderoso de
Italia. Él también estaba celoso de ella, por eso el bonito apartamento que le
regaló sirvió también de cárcel. Recluida durante todo el día, se dedicaba a
documentar todo lo que pasaba a su alrededor y lo único que pasaba era
Mussolini. Sobre su relación, su intimidad sexual y sus ideas políticas, ella
escribió casi 2.000 páginas en unos diarios que cuando tuvo que huir de Italia
entregó a su amiga la condesa Rina Cervis, que, consciente de lo que
podían provocar, los enterró en el jardín de su villa en Brescia. En los años
cincuenta fueron descubiertos por la policía.
En 2009 salió a la luz una selección de esos diarios compilada por el periodista Mauro Suttora, Mussolini secreto. Los diarios de Claretta Petacci. 1932-1938, 500 páginas que revelaban el lado más cotidiano de Ben, como ella le llamaba –él se llamaba a sí mismo "tu gigante"–, que aparecía reflejado como un antisemita fascinado por Hitler –hasta aquí ninguna sorpresa– adicto al sexo y con frecuentes episodios de impotencia. "Hacemos el amor como nunca antes lo habíamos hecho, hasta que le duele el corazón y luego lo hacemos de nuevo. Luego se queda dormido, exhausto y feliz", documentaba ella. Los diarios también reflejan sus tensiones: "hubo un tiempo en que tenía 14 mujeres y tomaba tres o cuatro cada noche, una tras otra". Pero ahora, insistía, ella era la única. "Amore", dijo él, "¿por qué te niegas a creerme?". Para tranquilizarla, la llamaba una docena de veces al día mientras simultáneamente mantenía conversaciones con Hitler que en ese momento invadía Austria. El horror más abyecto se cuela distraidamente en las páginas de sus diarios.
"Soy esclavo
de tu carne. Tiemblo mientras lo digo, siento fiebre al pensar en tu cuerpecito
delicioso que me quiero comer entero a besos. Y tú tienes que adorar mi cuerpo,
el de tu gigante. Te deseo como un loco", le escribía mientras pergeñaba
junto a su amigo Hitler la conquista de Europa. "Lo beso y hacemos el amor
con tanta furia que sus gritos parecen los de un animal herido. Después,
agotado, se deja caer sobre la cama. Incluso cuando descansa es fuerte"
escribe ella orgullosa en 1938. Si un día Mussolini no cumplía sus
expectativas, le acusaba de haber pasado demasiado tiempo con sus amantes, lo
que probablemente era cierto.
Pero mientras
aumentaba la intensidad de sus encuentros sexuales disminuía la influencia de
Mussolini en su propio país. Cuando Victor Manuel III le destituyó,
las tropas aliadas le apresaron, pero los nazis le liberaron y le trasladaron
junto a Clara y Rachele al Norte de Italia donde fundó la República de Saló, un
pequeño reducto del régimen de Hitler de quien ya era ya un hombre de paja.
Cuando el fin era inexorable preparó la salida de la familia Petacci del país
rumbo a España y también la de su mujer Rachele y sus hijos, pero Clara se
negó a abandonarle. Era su última portunidad para ser "la única" en
su vida.
Cuando las tropas aliadas controlaron definitivamente Europa, volvió a huir, pero esta vez fue apresado por los partisanos que le reconocieron, ya no había escapatoria. Lo fusilaron el 28 de abril de 1945 junto a Clara que se negó a apartarse de su lado, según trascendió, ella se había interpuesto entre su amor y la metralleta del partisano y murió primero, a él lo mataron después de un tiro en la nunca. Días antes había escrito a su hermana "Yo sigo mi destino, que es el suyo. No lo abandonaré nunca, pase lo que pase". Y lo cumplió.
Cuando las tropas aliadas controlaron definitivamente Europa, volvió a huir, pero esta vez fue apresado por los partisanos que le reconocieron, ya no había escapatoria. Lo fusilaron el 28 de abril de 1945 junto a Clara que se negó a apartarse de su lado, según trascendió, ella se había interpuesto entre su amor y la metralleta del partisano y murió primero, a él lo mataron después de un tiro en la nunca. Días antes había escrito a su hermana "Yo sigo mi destino, que es el suyo. No lo abandonaré nunca, pase lo que pase". Y lo cumplió.
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