Jacinda Ardern obtuvo una victoria histórica el sábado, mientras que los partidos que abrazaron el populismo no lograron obtener escaños en el parlamento. Fotografía: Lynn Grieveson - Sala de prensa
La histórica victoria laborista le dio a Ardern un segundo mandato mientras los votantes castigaban a los políticos que abrazaron el populismo
Las elecciones estaba previstas para el 19 de septiembre, pero la pandemía provocó que se hayan aplazado hasta el sábado pasado. Lo que no se ha aplazado es el entusiasmo de los neozelandeses por su primera ministra que con casi el cincuenta por ciento de los votos se asegura la mayoría absoluta y tres años más de gobierno. La neozelandesa ha conseguido el mejor resultado para el Partido Laborista en medio siglo. ¿Su secreto? Un liderazgo basado en la humanidad y la empatía.
En medio de la mayor crisis que ha vivido el mundo tras la Segunda Guerra Mundial, un suceso que ha puesto a prueba a todos los líderes, podemos citar pocos nombres de mandatarios que hayan visto su liderazgo fortalecido y quizás todos acabásemos mencionando el mismo: Jacinda Ardern, la primera ministra de Nueva Zelanda.
Una política joven, de carrera fulgurante, con nombre de personaje de novela romántica y un aire jovial, pero de profunda determinación que, por supuesto la ha llevado a ser comparada con la Birgitte Nyborg de Borgen (y no deja de ser un alivio que por fin se hayan acabado las comparativas con los maquiavélicos y amorales líderes de Juego de tronos). No es descabellado, las dos ven la política como una manera de ayudar a los demás y no a sí mismas, la combinan con una vida doméstica relativamente normal, han llegado al poder con extrañas alianzas que las sorprendieron a ellas mismas y gobiernan países de tamaño y población moderados y cuentas pendientes con los aborígenes de sus respectivos territorios. La principal diferencia es que los problemas, enormes problemas, a los que se enfrenta Ardern son reales y no salen de una sala de guionistas, aunque algunos lo parezcan.
Por supuesto, también hay referentes reales para buscar analogías, por ejemplo Justin Trudeau con quien se ha visto comparada, aunque ahora el canadiense esté perdiendo brillo. Los dos son jóvenes y atractivos, gobiernan países interconectados con grandes potencias mucho más mediáticas: Australia y Estados Unidos; pertenecen a la Commonwealth y se muestran como reversos luminosos y antídotos de una una serie de líderes que se han abandonado al populismo, la xenofobia y el nacionalismo más desaforado como los Trump, Bolsonaro y Orban.
Pero mientras que la llegada al poder de Trudeau era casi una cuestión dinástica –su padre, Pierre Trudeau, fue uno de los líderes más carismáticos de Canadá y su madre Margaret Trudeau una de las figuras más populares de la sociedad canadiense en los ochenta (hasta la nombran en una canción de Mecano, busquen, busquen)–, nada en la biografía familiar de Ardern hacía presagiar la altura a la que podría llegar su carrera.
Hija de un policía y de la trabajadora de un comedor religioso tuvo clara su vocación política y sus ideas progresistas desde la escuela. Animada por su tía, miembro del Partido Laborista, entró en la formación a los 17 años, mientras combinaba su licenciatura en Comunicación Política y Relaciones Públicas con el trabajo en una tienda de comestibles (no fue su único trabajo al margen de la política, también fue DJ en bares y bodas y parece que nunca renunciaba a bailar Wanabee).
Su elección como presidenta de la Unión Internacional de las Juventudes Socialistas la llevó a viajar por todo el mundo, vivió en Nueva York donde fue voluntaria en un comedor social y formó parte del equipo de asesores jóvenes de Tony Blair (aunque se mostró en desacuerdo con su política, especialmente en lo que respecta a la guerra de Irak). El trabajo y el carisma de Ardern la llevaron a ascender vertiginosamente dentro del partido hasta que a menos de mes y medio de las elecciones se produjo una carambola de las que resultan poco creíbles en ficción. Con las encuestas marcando mínimos históricos para el Partido Laborista (en las últimas décadas ha mantenido una alternancia de poder con el Partido Nacional), el secretario general dimitió y la nombró sucesora, un movimiento que apuntaba más a la desaparición del partido o al menos a una lenta y compleja refundación que a lo que sucedería 90 días después.
La candidata más joven de la historia del Partido Laborista ofrecía una imagen muy distinta a la de su predecesor y sobre todo aportaba unas ideas que estaban en sintonía con las de muchos jóvenes que durante años no se habían sentido representados por líderes políticos muy alejados de la calle. Ardern supo captar su atención introduciendo en sus discursos temas como la gratuidad de la universidad, el precio de la vivienda, la legalización de la marihuana, el aborto, la pobreza infantil, la desigualdad de género, la lucha contra las consecuencias del cambio climático o la degradación del capitalismo. “El capitalismo le ha fallado a nuestra gente. Si tiene cientos de miles de niños viviendo en hogares sin suficiente para sobrevivir, ¿no eso es un fracaso evidente? ¿De qué otra forma podrías describirlo?". Con reflexiones así consiguió engancharles a ellos y reenganchar a los que habían dado la espalda a una formación que al igual que en Inglaterra pasaba los peores momentos de su historia.
Su empuje, su audacia y sobre todo su empatía, la palabra que más se asocia a su figura, fueron determinantes para impulsar su popularidad. La candidata no temía a las palabras y se definía abiertamente como feminista, socialdemócrata, progresista, republicana y una firme defensora del matrimonio homosexual. Tras su primera comparecencia como líder del partido con un discurso pleno de mensajes positivos y optimismo las donaciones se desbordaron y los voluntarios se multiplicaron. Se desató lo que la prensa denominó como Jacindamania o Efecto Ardern. Convertida casi en un fenómeno pop, la candidata vio cómo su imagen se multiplicaba en el más diverso merchandising y su cara pasaba a coronar el cuerpo de heroínas como Wonder Woman, la princesa Leia o la Novia de Kill Bill (en un guiño al nombre de su oponente, el líder del Partido Nacional Bill English).
Ante la pregunta de un periodista que afirmaba que los neozelandeses tenían derecho a saber si pensaba quedarse embarazada y tomar una baja por maternidad de la misma manera que lo hacen los empresarios antes de contratar a una mujer, dio una muestra de su carácter. “Es inaceptable que en 2017 las mujeres tengan que responder a esa pregunta en su lugar de trabajo. La decisión de una mujer sobre cuándo quiere ser madre no debería predeterminar si se les ofrece o no un trabajo”. Las encuestas que habían hecho dimitir a su precedesor empezaban a mostrar unos datos que recordaban a los mejores tiempos de los laboristas y los medios extranjeros volvían sus ojos a la política neozelandesa.
Al igual que había sucedido con su predecesor en el partido, su imagen también era diametralmente opuesta a la del líder del Partido Nacional, su rival y gran favorito. Frente a aquel padre de familia cristiano con seis hijos y frisando la sesentena, Jacinta era una mujer de 37 años, sin hijos, que convivía con su pareja sin estar casada y se declaraba agnóstica, fue criada como mormona, pero la postura de la iglesia respecto a cuestiones como el matrimonio homosexual le hicieron abandonar la fe.
"Llegamos a casa, nos sentamos en una cama en nuestro pequeño apartamento y nos dimos cuenta de que no habíamos comido, así que compartimos unos fideos instantáneos. Así fue de emocionante", así describió Gayford cómo habían sido los primeros minutos de la pareja tras enterarse de que Ardern iba a ser primera ministra. La tercera mujer en la historia del país y la más joven.
Una semana antes de aquella escena doméstica Ardern había descubierto que estaba embarazada y esa maternidad tan cuestionada por algunos miembros de la prensa le proporcionó uno de los momentos de más popularidad de su mandato. "No soy la primera mujer que hace multitarea. No soy la primera mujer en trabajar y tener un bebé. Hay muchas que ya lo han hecho", apuntó al anunciar su embarazo.
Ardern se convirtió en la segunda jefa de gobierno del mundo en dar a luz mientras estaba en el cargo tras Benazir Bhutto –esperemos que sea la única similitud con la política pakistaní–. Y efectivamente y como temían los sectores más retrógrados de la prensa, Ardern se tomó seis semanas de permiso de maternidad, aunque se mantuvo "totalmente accesible" mientras el ministro Winston Peters asumió el cargo de primer ministro. Ni el mundo ni Nueva Zelanda ni el gobierno se hundieron por ello.
El 21 de junio Ardern dio a luz a una niña en un hospital público de Auckland. "Bienvenida a nuestro pueblo, pequeñita", publicó en Instagram. Tres días después reveló su nombre: Neve Te Aroha. Neve significa 'brillante'; Aroha es ‘amor’ en maorí y Te Arohauna una montaña cercana a Morrinsville, la ciudad natal de Ardern.
Tras la vuelta al trabajo fue Gayford quien se hizo cargo del bebé. “Clarke y yo tenemos el privilegio de tener la posibilidad de que él se pueda quedar en casa para ejercer de padre a tiempo completo. Sabiendo que muchos padres tienen que hacer esfuerzos por poder cuidar a sus bebés, nos consideramos muy afortunados”, declaró Ardern. Las imágenes de Clarke con Neve en la Asamblea de la ONU en Nueva York dieron la vuelta al mundo, algo que jamás habría sucedido a la inversa y que deja clara la falta de referentes como Ardern.
La maternidad supuso sin duda el momento más dulce de su mandato, el más amargo y el que más la puso a prueba y dejó claro de qué pasta estaba hecha fue sin duda el atentado terrorista contra dos mezquitas de Christchurch.
El 15 de marzo de 2019, un terrorista de extrema derecha supremacista y xenófobo disparó contra los asistentes a dos mezquitas causando 51 muertos y 49 heridos, el mayor atentado en la historia del país. La actitud de Ardern, su empatía y su apoyo total a las víctimas y su entorno volvió a fijar la atención internacional en ella.
Propuso una idea inédita: no mencionar jamás el nombre del terrorista ni de sus cómplices, una manera de no permitir que su nombre entrase en la historia y se popularizase el mensaje de odio que había vomitado en las redes sociales. “Di los nombres de los que se perdieron en lugar del del hombre que se los llevó. Puede que busque notoriedad, pero no le daremos nada, ni siquiera diremos su nombre”. En lugar de centrarse en el odio se volcó con la comunidad musulmana, su imagen con la cabeza cubierta y consolando a los afectados dio la vuelta al mundo. Pero no se quedó en los gestos, menos de un mes después del ataque, el Parlamento de Nueva Zelanda aprobó una ley que prohibía la mayoría de las armas semiautomáticas y rifles de asalto.
Y cuando la irrupción del Covid-19, el suceso global más traumático de las últimas décadas, puso a prueba la capacidad de respuesta de los líderes mundiales, la de Ardern superó a la de políticos con décadas de experiencia. El 19 de marzo declaró que las fronteras de Nueva Zelanda se cerrarían a todos los no ciudadanos y residentes no permanentes. No sólo fue rápida y eficaz sino que su explicaciones a los neozelandeses y su comunicación constante a través de las redes sociales la convirtió en un referente elogiado por todos los medios. Su aprobación tras la pandemia alcanzó niveles nunca superados por ningún político kiwi. Pero a pesar de que su gestión fue alabada a nivel internacional no se libró de que su gobierno recibiese demandas de los que consideraron que había sido negligente o socavado su libertad que por supuesto fueron desestimadas. Los votantes a veces no están a la altura de sus líderes.
Aunque a lo largo de los tres años que lleva en el poder ya ha tenido tiempo de protagonizar momentos históricos y también luchas contra los elementos, como cuando durante una entrevista se vio sorprendida por un terremoto y demostrando la misma templanza en los desastres naturales que en artificiales su sempiterna sonrisa no la abandonó en ningún momento, también tuvo tiempo de ser fiel a su programa electoral. Eliminó el aborto de la Ley de Delitos, apoyó el matrimonio homosexual, siendo la primera ministra de Nueva Zelanda en marchar en un desfile del orgullo LGTBQI, extendió el permiso parental, puso en marcha un programa para combatir la pobreza infantil, aumentó el salario mínimo y los beneficios sociales, subió el sueldo a los profesores y se puso manos a la obra para combatir el mayor problema del país: la vivienda, prohibiendo la compra de vivienda nueva por parte de extranjeros.
Tampoco ha dado la espalda a peliagudos debates de política internacional, a lo largo de sus tres años de mandato no ha tenido problemas en denunciar alguno de los atentados más flagrantes contra los derechos humanos como los abusos de China contra la minoría musulmana uigur o la persecución de los musulmanes rohingya en Myanmar.
Dentro de su país y en un momento histórico en el que las tropelías y consecuencias del colonialismo están en el foco mediático también ha tenido que lidiar con la controversia que afecta a la comunidad maorí, con excesiva presencia en las cárceles, deficiente acceso a la sanidad, viviendo en territorios mal comunicados y una elevadísima tasa de niños en hogares de acogida. Ardern, que apoya la enseñanza obligatoria de la lengua maorí en las escuelas, sitúa la problemática del primer pueblo que se asentó en Nueva Zelanda entre sus prioridades.
Otra de esas prioridades que también han dado mucho que hablar es su republicanismo. En 2017 afirmó que quería que Nueva Zelanda tuviera un debate sobre la eliminación de la monarquía, o sea, del fin de Isabel II como jefe de estado. Lo que no impidió que cuando Meghan Markle fue editora del Vogue británico la incluyese en su lista de mujeres relevantes junto a Greta Thunberg, Jane Fonda o Michelle Obama. Y que sus encuentros con los nietos de la reina hayan estado siempre llenas de gestos amables y cariñosos.
Tras tres años vertiginosos, el idilio de los neozelandeses con su primera ministra se ha revalidado, a veces el trabajo bien hecho tiene recompensa.
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