La libertad está en el azar
Carmen Pacheco
Sobre todo si hablamos de libros. Porque esa sensación de poder curiosear sin prisa una biblioteca e ir ojeando cada uno de los títulos que la componen hasta dar con un ejemplar que nos sorprenda es una experiencia que atesoramos de por vida.
En uno de mis mejores recuerdos de la infancia, camino sobre las mesas de una biblioteca vacía, saltando de una a otra, para alcanzar los libros de los estantes superiores. La biblioteca es la de mi colegio, el mismo en el que trabajan mis padres, y yo estoy sola, deambulando por el edificio, fuera del horario escolar, mientras espero que terminen una reunión.
Lo que más me gusta de mis visitas furtivas a la biblioteca es que puedo llevarme y devolver libros sin que quede registro alguno. No es que a nadie le importe, desde luego, pero esto crea un vínculo secreto entre mis lecturas y yo. Siento un rechazo instantáneo por los libros que me obligan a leer en clase y, sin embargo, estos los devoro. Porque los he elegido.
Hago lo mismo en mi casa. Cuando estoy sola, abro tomos de una enciclopedia y busco términos que se me antojan: el nombre de un chico que me gusta o una palabra que he oído cuyo significado desconozco. Después de leer la entrada, ojeo el resto de la página y el orden alfabético me regala su azar. Así conozco la existencia de personas muertas hace siglos, batallas de guerras olvidadas, frutas tropicales o sustancias químicas.
Esta constelación de lecturas secretas y datos aleatorios se expande en mi mente creando un universo solitario y fascinante, distinto del que comparto con los demás. Veo la tele, leo la Superpop, me compro la pulsera de moda. Estoy al tanto de lo que pasa en el mundo, pero vivo a medias en él.
Ya de adulta sigo recorriendo los pasillos de las bibliotecas públicas. Dejo que los títulos de los libros me hablen. Aquí no hay cubiertas llamativas ni mesas repletas de novedades jerarquizadas por la influencia de la editorial o el número de ventas. Elijo novelas al azar. Muchas son terribles, pero a veces ocurre que autores de los que nunca he oído hablar, que nadie me ha recomendado, cambian mi mundo.
No me pasa solo a mí. A lo largo de los años, durante los momentos más efervescentes de una amistad o una relación, atisbo universos tan secretos como el mío. A veces llegan a mi orilla conocimientos fantásticos, exóticos, que guardo como piedras preciosas. Cada persona encierra tesoros.
Sin embargo, en la última década las cosas cambian. Aparecen más formas de adquirir conocimientos y de compartirlos. Las posibilidades son abrumadoras. Surge toda una industria dedicada a rentabilizar nuestras ganas de saber, nuestra atención y nuestro tiempo. Son plataformas de contenido para las que cada usuario es valioso. ¿Y quién querría salir nunca de ellas? Un descubrimiento te lleva a otro. Sus sistemas de recomendaciones son tan sofisticados que bromeamos: “¡Conoce mis gustos mejor que yo!”. Pero en realidad saben poco sobre tus preferencias. Las están creando. Y son tan capaces de forjar un interés musical como una opinión política.
Hace unos días una persona que sigo en Instagram pidió sugerencias de lecturas a sus seguidores y compartió la lista. Comprobé horrorizada que todos eran éxitos de ventas o de crítica. Ningún título que no conociera y no hubiera visto recomendado mil veces. Fue entonces cuando recordé a la niña que caminaba sobre las mesas. Es hora de volver a esa biblioteca, me dije.
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